Antes teniamos a un tertuliano aficionado a la egiptologia, ahora debe tener otres aficiones, y ficciones (jejeje), por eso traigo aqui un articulo interesante sobre el nacimiento de tal ciencia, con la campaña de Napoleon en Egipto, a ver si se vuelve a aficionar y se deja de montar ... pelicules.
A Egipto no, un poco mas cerca, a Llanes nos vamos el domingo con el grupo de montaña (no se si llamarlo de La Fresneda, de Los Alamos, de la Asociacion de Vecinos o del Elvis, que aun está el capaor encima la gocha) para hacer la enorme ruta Puertas de Vidiago-playa de Toró (la ruta ye de juguete pero ya veras como alguno quiere hacerla de competicion) para despues darnos un homenaje en conocido restaurante donde despedir un año montañero lleno de exitos y de agujetas.
Alvaro
Así nació la ciencia de la egiptología Por Jerónimo Páez
El 19 de mayo de 1798 una armada al mando de un ambicioso y emprendedor militar, el recién ascendido general Bonaparte, zarpa del puerto de Tolón en el Sur de Francia. A bordo se encuentran miles de soldados y algunos de los más importantes científicos franceses de la época. Solo unas cuantas personas conocen adonde se dirigen.
Poco a poco el destino de la flota comienza a desvelarse: Egipto. El Directorio bajo la presión de Talleyrand y del propio Bonaparte ha dado finalmente su aprobación para conquistar el país de los Faraones. Todos los informes parecen coincidir. Egipto es una pieza fácil. Se encuentra sometido al poder otomano, pero lo gobiernan los Mamelucos, esa dinastía de esclavos soldados que presta poca obediencia y paga todavía menos tributos al Sultán de Constantinopla.
Egipto es un enclave estratégico. Si no lo conquista Francia, cualquier otro país lo hará, empezando por Inglaterra. Si así fuera sería una catástrofe para Francia, piensan los gobernantes franceses.
Desde joven, Napoleón acaricia el sueño oriental. A lo veinte y un años ya había escrito un cuento con esta temática. Ha pasado largas veladas con Volney, el célebre orientalista que ha evocado el auge y la decadencia de los Imperios, en sus escritos sobre “Las ruinas de Palmira” y en su “Viaje por Egipto y Siria”.
“No está lejano el día en que nos demos cuenta que para destruir Inglaterra -dirá Napoleón en Agosto de 1797, en un comunicado al Directorio- tenemos que ocupar Egipto”. En alguna de las frecuentes anotaciones que solía hacer en los libros que le interesaban, añadirá: “A través de Egipto, invadiremos la India”.
Talleyrand, sutil, intrigante y maquiavélico, en su afán de aumentar su propio poder y el de Francia, aporta las excusas, los razonamientos para vencer cualquier resistencia entre los miembros del Directorio.
La primera razón es que Francia debe acudir en defensa de algunos compatriotas, comerciantes allí residentes, que habían solicitado se les protegiese de los abusos y expolios del gobierno mameluco.
La segunda tiene mayor peso. La Revolución Francesa encarna los derechos del hombre, la liberación de los oprimidos, la lucha contra la tiranía. Es necesario difundir e imponer la Razón, las libertades y el espíritu de la Ilustración.
A la intervención y opresión colonialista se unía la empresa civilizadora. Con el ejército, las armas y la destrucción venían también los médicos, los científicos, los sabios, los benefactores, sin duda. Una vez derrocada la tiranía y salvado el pueblo de la opresión, el cuerpo social se regeneraría, los muertos renacerían de sus cenizas.
El 16 de marzo de 1798 el Directorio ordena que se pongan a disposición de Bonaparte los objetos, instrumentos, medios y personas -ingenieros, científicos, artistas necesarias para ampliar los objetivos de la Expedición.
La conquista, así la presenta Talleyrand, será un paseo militar.
Bonaparte decide como paso previo apoderarse de la Isla de Malta. Embarca finalmente en l’Orient, buque de mando de la flota, que se reunirá con el convoy que se encuentra en Génova y al que se incorporará el que viene de Córcega.
El 1 de junio toda la escuadra se encuentra delante de Malta. La orden de Malta que gobierna la Isla, antaño poderosa y muy rica no opone gran resistencia. El gran Maestre Hompeck que había jurado morir con las armas en la mano, capitula y entrega la Isla al cabo de dos días.
El 19 de junio la escuadra leva anclas. Una gran mayoría desconoce todavía el destino final. Tampoco Nelson que comanda la flota inglesa del Mediterráneo que acecha a los franceses.
El 28 de junio cuando se aproxima a las costas egipcias, una proclama que se imprime en la nave capitana se entrega a todos los barcos: “Soldados, Vais a emprender una conquista cuyos efectos sobre la civilización y el comercio del mundo serán incalculables. Los pueblos con los que vamos a vivir son mahometanos. Debéis tener por las prescripciones del Corán, por las mezquitas, la misma tolerancia que tenéis por los conventos, por las sinagogas, por la religión de Moisés y Jesús. Las legiones romanas protegían todas las religiones”.
Una vez más el genio visionario de Napoleón, creador y destructor al mismo tiempo, planea sobre los expedicionarios a los que infunde la pasión por el combate, por la victoria y también por el conocimiento.
El 1 de julio, a pesar de que lo embravecido del mar que aconseja lo contrario, las tropas desembarcan en Egipto.
Alejandría será una gran decepción. El gran centro intelectual del mundo antiguo no es sino un triste y pequeño villorrio del que casi nada queda de su antiguo esplendor.
En El Cairo la llegada de los franceses se conoce cinco días más tarde.
Los beys locales con una total inconsciencia se congratulan: “Cortaremos las cabezas de los infieles como las sandías en el campo”. Ellos que tenían la mejor caballería y los más diestros guerreros a caballo de todo el mundo, poco pueden temer de soldados que además marchan a pie. No pueden, no quieren esperar. Cuando veinte y cinco mil soldados franceses divisaban las pirámides, la caballería mameluca, muy inferior en número, se lanza al ataque. A caballo y con su tez rosada bajo el turbante de seda, como los describió un oficial francés, aquellos magníficos jinetes que sujetaban las riendas con los dientes cargan como locos, disparando sus carabinas a galope tendido sin orden y ni concierto. Pocos son los que se acercan a los franceses para causarles algún daño. En poco más de una hora la artillería de los invasores acaba con ellos. Cientos de mamelucos yacen esparcidos en el campo de batalla. La técnica y la organización han triunfado y destruido aquel vistoso ejército que hubiera hecho las delicias de cualquier gran parada militar en las avenidas parisinas.
Se la conocerá como la Batalla de las Pirámides, que se consagrará para las generaciones venideras gracias a la famosa frase de Napoleón: “Soldados, desde lo alto de estos monumentos cuarenta siglos os contemplan”.
El 24 de julio los franceses entran en El Cairo. Los primeros meses transcurren con tranquilidad. Napoleón funda el Instituto de Egipto y los numerosos ingenieros, artistas y sabios, comienzan una actividad febril en diversos campos científicos, inventariando y estudiando los grandes monumentos de la antigüedad. El cenit de la expedición se alcanzó con el viaje al Alto Egipto, a Nubia, y con la posterior publicación de la monumental obra de la Descripción de Egipto. Se completaría con el hallazgo de la piedra trilingüe de Rosetta que permitiría, algunos años después, al joven genio francés Champolión descifrar la escritura jeroglífica de los antiguos egipcios.
Había nacido la ciencia de la Egiptología.
Pronto la relación entre los dominadores y dominados se deteriorará. La chispa que encendió el fuego latente fueron los impuestos decretados sobre la propiedad. Los ulemas predicaron la guerra santa contra los invasores. La multitud clamaba por la victoria del Islam y atacaba con cualquier arma que encontrara a mano, causando trescientas bajas a los extranjeros en los primeros días de la revuelta. La represión fue feroz. Los franceses respondieron bombardeando sin piedad la ciudad incluyendo la mezquita Al-Azhar. “Cuando la mañana desenvainó la espada del amanecer y el negro cuervo de la oscuridad voló de su rama -dirá el cronista Al-Jabarti- los extranjeros ya habían recuperado la ciudad”. Más de tres mil cairotas habían muerto. La historia hoy día -Palestina-Bagdad- parece repetirse.
Nada volvería a ser como al principio. Los franceses quedarían diezmados por las penalidades y la posterior campaña que tuvo que emprender Napoleón contra el avance turco en Palestina, que se saldó con la victoria de Bonaparte, pero también con la terrible masacre de varios miles de prisioneros turcos, con la excusa de que no podía alimentarlos. El Cairo volvería a levantarse en 1801 y de nuevo las tropas invasoras arrasaron la ciudad.
Finalmente no serían los egipcios quienes expulsaran a los franceses de Egipto. Nelson había alcanzado la tropa francesa poco después del desembarco en Alejandría y la había destruido en la batalla de Abukir, gracias a su pericia, al poder naval inglés y a los errores del almirante jefe francés que moriría heroicamente en el combate.
Los franceses habían quedado prisioneros en el país recién conquistado. Su suerte había quedado sellada. Algún tiempo después, el verano de 1801, un destacamento británico desembarcó en Alejandría. El flamante ejército de Oriente, cansado y sin capacidad de enfrentarse a unas tropas del mismo nivel, llegó a un acuerdo para abandonar Egipto. Napoleón lo había hecho con anterioridad, ansioso de volver a París y seguir su gloriosa y alocada carrera militar.
Egipto, y sobre todo El Cairo, había quedado moral y físicamente destruido, pero los conquistadores habían terminado por ser conquistados. Desde entonces el misterio, la monumentalidad y la belleza de una civilización como puede no haya habido otra en la humanidad, sigue fascinando y fascina a Occidente.
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