Hoy El Pais, nuestro The New York Times de andar por casa, mal que les pese a la competencia, regala un especial con el numero 10.000 impagable y ademas un placer porque hay perlas como la que sigue de Manuel Vicent con sus daguerrotipos de los cinco presidentes. Lo malo es que estas conmemoraciones nos hacen recordar los setenta y la nostalgia no es buena compañera porque parece que pasaron treinta años y a todos se nos ha caido el pelo, a algunos además literalmente. Decia que el suplemento es impecable, a pesar del formato, tambien por la fotografias y sobre todo las colaboraciones, valga el ejemplo:
"A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvo con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿ya vio lo que es el poder de la palabra? ese día lo supe..." de Gabriel García Márquez escribiendo sobre el imperio de la palabra.
Como el tema americano tratado en la ultima tertulia es inagotable y ha despertado opiniones extemporeas en algun tertuliano que no asistio, habra que darle mas cauce no vaya a ser cosa que se nos acuse de reunir el combate (dialectico, claro). Para ilustrar, un chiste del NY Times sobre la participacion de los obispos en la elecciones americanas, naturalmente como aqui, del lado habitual.
saludos
Alvaro
Daguerrotipos de cinco presidentes MANUEL VICENT
Toda la sensibilidad del cambio la sintetizó el rostro de este joven sevillano, simpático,
a veces furioso y siempre embaucador.
AL FINAL de la dictadura Adolfo Suárez fue llamado
a la presidencia del Gobierno para que realizara
uno de los trabajos de Hércules: limpiar las
cuadras del franquismo, que él conocía muy bien
por dentro. Había que crear un espacio sin demasiado
estiércol donde se sintiera cómoda la derecha
de toda la vida cuyos abuelos ya se duchaban
todos los días. Suárez era entonces un político con
una ambición insomne de poder de la clase que
fuera, pero al iniciarse la Transición olfateó con un
instinto de insecto que la democracia era irreversible
y se puso al frente de ella hasta convertirla en
una aventura personal, por la que se hubiera dejado
fusilar como hizo el general Della Rovere.
Adolfo Suárez ostenta el privilegio, junto con
Azaña y Felipe González, de haber sido un político
absolutamente vilipendiado por la extrema derecha,
como ha sucedido siempre con todas las figuras
que lucharon por convertir España en un país
moderno. Suárez tuvo que dimitir casi con una
pistola en el pecho, pero en compensación un día
la Historia vino a su encuentro. Cuando el nombre
de los cuatro presidentes del Gobierno que le sucedieron
sean olvidados, permanecerá para la posteridad
un vídeo donde quedó grabado uno de esos
gestos heroicos que honran toda una vida. La
tarde del 23 de febrero de 1981 una banda borracha
de guardias civiles con la guerrera desabrochada,
al mando de un teniente coronel con bigotón
de zarzuela, asaltó el Congreso de los Diputados y
en aquella zarabanda patriótica, lejos de tirarse al
suelo, Suárez saltó de su escaño y se jugó la vida
para salvar de las metralletas a su amigo, el teniente
general Gutiérrez Mellado, un gesto muy ibérico
por el que será siempre recordado. Ese vídeo es
su patrimonio: haber demostrado ser un héroe en
directo como el chico de una película del Oeste.
Esa derecha fina que iba a llegar estaba representada
por Leopoldo Calvo-Sotelo, que amaba a
la patria, no convulsa y peligrosamente como Fraga,
sino con el amor frío de un consejero delegado,
aunque venía de una familia de sangre caliente,
que había atizado las primeras brasas de la Guerra
Civil. Los barones de UCD habían iniciado un
degüello entre sí, pero, por fin, iba a sentarse un
verdadero señor en la cabecera del banco azul.
Cuando todos creían que la Transición había terminado,
entonces entraron los cuatreros en el Congreso
y Leopoldo Calvo-Sotelo, que iba a ser investido
presidente en esa misma sesión, se tiró al suelo
ante la pistola de Tejero y cayó encima de Paco
Fernández Ordóñez, ministro de Justicia, quien lo
oyó exclamar con la boca en la moqueta: “¿Cómo
se os ha ocurrido elegirme a mí si soy gafe?”.
Salvada la balacera, Leopoldo Calvo-Sotelo dirigió
el Gobierno como si se tratara del consejo de
administración de una gran empresa con muchas
filiales. Estaba acostumbrado a presidir sociedades
anónimas o en comandita, había dejado un ligero
rastro de quiebras, cosa que entonces incluso daba
cierta pátina, pero él tenía la frente alta y relativa,
era irónico, culto, ligeramente mordaz y además
tocaba el piano. Calvo-Sotelo fue un presidente
con un rostro de dividendo pasivo que vino a lo
que vino: a meter de canto a España en laOTAN y
a dejar expedito el camino con cierta aburrida
pereza, no exenta de elegancia, para que llegaran
al poder los socialistas.
Si hoy Felipe González se paseara a las tres de
la madrugada por la Gran Vía de Madrid con la
pinta que tenía cuando entró en el Congreso de los
Diputados por primera vez, en julio de 1977, lo
más probable es que la policía lo cacheara de espaldas
con las manos en la pared. Felipe había iniciado
su carrera política en la sacristía de la catedral
de Sevilla, donde este joven inconformista se reunía
con los obreros católicos de la HOAC, en busca
de la justicia social, pero lentamente derivó
desde este humanismo cristiano a un laicismo levemente
airado cuya labor principal estaba destinada
a que España cambiara de pelaje, un empeño
que le llevó a la clandestinidad socialista. Cuando
la democracia rompió aguas, en torno a este proyecto
comenzaron a aglutinarse aquellos muchachos
de pana y cineclub, los penenes de barba y
trenca con trabillas, las chicas de poncho peruano
y botas altas, los oficinistas rebeldes, los funcionarios
cabreados, los técnicos en resistencia de materiales
que habían leído a Neruda, pequeños burgueses
que habían oído contar la guerra desde el otro
lado. Toda la sensibilidad de cambio, desde la caspa
a la racionalidad suspendida en el aire, la sintetizó
el rostro de este joven sevillano de dura pana,
hijo de lechero, simpático, a veces furioso y siempre
embaucador. Cuando llegó a La Moncloa en
octubre de 1982 las patillas de Felipe fueron ascendiendo
desde la mandíbula hasta el lóbulo de la
oreja a medida que se daba cuanta de la esencia del
poder. Comenzó vendiendo ética como si fuera
jabón fino de tocador y terminó fumando puros de
Fidel Castro rodeado de gente corrupta, pero es
innegable que durante el mandato de Felipe González
España alcanzó definitivamente la modernidad.
Se dice que el carácter es el destino, pero un
presocrático añadió que el carácter es el demonio.
Esta afirmación es muy apropiada para entender
la personalidad de José María Aznar. Si todo le ha
ido bien en la vida, ¿por qué este hombre parece
un resentido? Tal vez el presidente Aznar confundió
la autoridad con el mando, el poder con el
desdén, su propia inseguridad con el silencio y el
miedo que creó entre sus ministros y partidarios.
Aznar funcionó bien durante su primer mandato,
en el que la mayoría relativa le obligó a pactar y a
tener cintura, ayudado además por el viento de
cola de una bonanza económica, pero en cuanto
alcanzó la mayoría absoluta este político comenzó
a desplegar los espolones y concentró todo su esfuerzo
en convertir al adversario en su enemigo
personal, sin abandonar nunca unas ideas anticuadas
de España, muy primarias, reiteradas hasta la
tortura con voz de gallito, rascándose la sien con
la uña del meñique. El presidente Bush le permitió
que pusiera los pies sobre la mesa; a cambio, Aznar
se dejó poner la zarpa del presidente norteamericano
en el hombro como señal de vasallaje. Eso
mismo hacen los tigres con sus presas antes de
devorarlas. Aunque la Historia ha sido muy cruel
con él en su caída, el carácter de Aznar no ha
cesado aún de perjudicarle. Así son los falangistas.
José Luis Rodríguez Zapatero no está maduro
todavía para la crítica. Hay que esperar a que su
rostro terso comience a ser erosionado por las
dudas, por el insomnio, por los fracasos, por las
primeras traiciones. Sólo entonces podrá ser analizada
la calidad de las bolsas que el poder le va a
crear bajo sus ojos claros. De momento va saliendo
bien de los charcos en que se mete, no se sabe si
por arrojo de primerizo o por la suerte que corona
siempre al jugador novato. Hasta ahora ha usado
la sonrisa como un arma y sus manos siempre van
insinuando un puño. Este político amable, sonriente
y educado podría llevar dentro un gallo de pelea.
Aunque camina un poco envarado, no creo
que sea por timidez. Contra toda apariencia, es
posible que Rodríguez Zapatero acabe siendo un
político sumamente duro. A lo mejor es que se ha
tragado un hierro.
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