3/28/2018

Los calendarios de la historia



Ya ven ustedes, nosotros preocupados por el cambio horario, que a mi me trae mártir, y ahí por el mundo cada cual adopta el calendario que le apetece, o que le imponen… Si el primer calendario solar de 365 días,  de XVI siglos antes de Cristo es los egipcios, también es cierto que más atrás, en el 3000, ya los sumerios hablaban, escribían en tablas de arcilla, de días, meses y años, o que algunas de las construcciones megalíticas como Stonehenge tienen una disposición que se le supone para ese uso. Para más de 1500 millones de personas en el mundo, el calendario que rige su vida es lunar y empieza el día que Mahoma, el Profeta, tiene que huir de la Meca hacia Medina perseguido por sus adversarios, y eso sucedió en el 622 de nuestra era cristiana. En esas estamos… pero para calendario guapo, el calendario republicano de la Revolución Francesa que, como tenía que romper con todo, en lugar de asociar un santo a cada día, le asocia una planta o un mineral, animal o herramienta, y con esas estaciones tan poéticas: Germinal, Floreal, Padrial, Nivoso, Pluvioso, Ventoso, vendimiario, Brumario o Frimario… y ese verano de Messidor, Thermidor y Fructidor… ¿Quién da más?  



        

Ojetes, nunchakus y dioses: los calendarios en la historia

Publicado por Marcos Pereda

Controlar el tiempo es controlar a la gente, y eso lo han sabido desde siempre quienes buscan gobernar a sus semejantes. Por ello la imposición de uno u otro calendario ha sido pilar fundamental a la hora de fijar determinadas ideas. De hecho no era extraño en la antigüedad que cada nuevo rey (o príncipe, o emperador, o caudillo) pretendiese que la historia (la única, la verdadera, la fundamental) empezaba con su ascenso al poder, y lo celebrase eliminando cuantos restos quedaban del pasado. O, en otras palabras, se quemaban libros que recogiesen hechos anteriores, se acuñaba nueva moneda y se inauguraba un almanaque a contar solo desde la Edad Áurea (que coincidía, claro, con la vida del ególatra de turno). Ya ven, lo habitual.
De todo eso sabían mucho los romanos, que no dudaban en datar sus hechos con respecto al momento más importante de toda la humanidad, que no era otro que la aparición de la ciudad. La Ciudad. Roma, eterna e imbatida. Por eso fechaban con la expresión ab urbe condita, que significa «desde la fundación de la ciudad», establecida el año 753 antes de nuestra era. Según esos cálculos a partir del 1 de marzo de 2018 (hasta Julio César ese fue el primer día del año para los hijos de la loba, aunque hubo excepciones) estaríamos en el 2771 ab urbe condita.
No es algo extraño, claro. Cuanto antes reconozcamos que los calendarios y las fechas no son sino una convención (incluso una imposición) cultural antes podremos seguir avanzando en el relato. Que es, se lo prometo, bastante divertido. De paso nos quitaremos absurdas ideas de la cabeza sobre apocalipsis mayas, apocalipsis navajos, apocalipsis hebreos o milenarismos varios. Piensen ustedes que ya hubo ideas de lo del fin del mundo en el siglo I, en el III, al final del Imperio romano, en el siglo VIII, en el año 800… Coincidirán conmigo en que eso le quita épica al asunto, aunque alguno se la quisiera devolver. Silvestre II celebrará la llegada del año 1000 con toda la pompa necesaria, acojonando a un grupo de fieles con todo eso del acabar de los tiempos y salvándoles en última instancia gracias a su piedad. También, cuentan las crónicas, tenía un gólem, una cabeza parlante, dotes adivinatorias y bastante mala hostia. Todo un personaje, vaya. Eso sí, tengan en cuenta que lo del año 1000 era cosa de pijitos, porque de aquellas los campesinos andaban más centrados en si se jodería la cosecha ese invierno o en si aquel bubón tan negro del cuello había crecido bastante…
Pues eso, vayan olvidando lo del 2018, porque es una falacia. Desde que se inventó el contar las estaciones (al parecer los primeros en usar un calendario solar fueron los egipcios, hace unos 4500 años) cada cultura ha dispuesto su propia cronología. Y la nuestra no es sino una más.
Veamos… ustedes habrán felicitado (ebriamente) el 2018, ¿verdad? Pues sepan que en algunos lugares les hubieran tomado por chiflados o, al menos, por turistas con escasa capacidad de integración. En Etiopía aún estamos en 2010, y no entraremos en 2011 hasta el 29 de agosto. En Java vivimos en el 385 desde la reforma de su calendario (solo que como es lunar, de doscientos cuarenta días, en realidad para ellos han pasado quniientos ochenta y cinco años), en Japón corre el 2678 desde la fundación del Imperio, para el calendario nanakshahi (de uso litúrgico entre los sij) estamos en el 550, es el año 2843 de la era Kollam si nos regimos por el calendario malayalam, para los musulmanes aun andamos por el 1439 desde la Hégira, los bereberes elevan su suma hasta los 2968 años, que son 1424 para los bengalíes o 2074 para los nepalíes, y andaríamos por el 2784 si siguiésemos las cuentas de los filósofos de la Grecia antigua, que eran tipos a los que tomar en consideración. Hay más, ¿eh? En China van por el año 4714, los budistas están en el 2559, los mayas (si queda alguno) en 5131, los judíos en el 5778, los hindúes celebran el año 5120 de la Era Kali, mientras que en Irán marchan por el 1396.
Ya ven, un follón. Da para pensar, ¿verdad?
Julio se equivoca, Gregorio lo arregla regular…
Vimos más arriba que fue Julio César quien fijó que el primer día del año sería el 1 de enero. Hizo más cosas, claro. Lloró en Hispania, conquistó las Galias, cruzó el Rubicón, tuvo unas espaldas anchísimas para aguantar hasta veintrés puñaladas, y sale en un montón de álbumes de Astérix.
También metió mano al tiempo, porque lo de pasar a la historia era algo que le ponía bastante al hijo de Aurelia. De esta forma impuso un calendario de doce meses (entre veintiocho y treinta y un días). Cada cuatro años habría uno bisiesto, lo que será el mayor problema de esta cuenta, como veremos. Los meses estaban dedicados a divinidades o fiestas hasta junio, y a partir de entonces pasaban a ser descripciones ordinales. Marco Antonio renombró el mes quintilis como julio en honor a Julio César, y años más tarde Augusto, el sobrino nieto de César (y más cosas, si hacemos caso a Neil Gaiman) se puso él mismo un mes, por aquello de que, joder, para eso era el primer emperador, ¿no? Sextilis pasó a llamarse agosto, y entre eso y lo de empezar el año en enero nuestro mes séptimo (septiembre) es en realidad el noveno, y de ahí en adelante. Otro lío.
Claro, lo de los años bisiestos cada cuatro parece una buena idea a priori, pero va dejando restos de cara a la posteridad. A Julio igual no le preocupaba mucho, porque era de los de importarle poco las herencias, y para lo que le quedaba en el convento pues eso. Pero nos sobran once minutos y catorce segundos cada año. Un nada, una miajina de tiempo. ¿Qué puede hacer usted en once minutos y catorce segundos? Vale, vale, mejor ni conteste… Sucede que cada ciento veinticuatro años tenemos un día de más, y si seguimos avanzando en la historia pues la cosa se nos complica. De tal forma que ya en el Renacimiento corríamos el peligro de que las estaciones no entrasen cuando deben (un poco como ahora) y en ese contexto de guerras, pestes y cismas pues tampoco era plan de estar pendientes de chaparrones que llegan sin que se les espere.
Así que el papado se puso manos a la obra y la reforma vino de la mano de Gregorio XIII. En 1582 este pontífice publica la bula Inter Gravissimas (los papas eran muy suyos para poner títulos grandilocuentes), que instaura el nuevo calendario gregoriano. Pero había un par de problemas.
El primero de ellos eran los días de más que teníamos desde hacía…bueno, desde hace milenio y medio. Vamos, que nos sobraban jornadas. Así que tendríamos que hacerlas desaparecer. A las bravas, cómo no. En la monarquía española, por ejemplo, se pasó del día 4 de octubre al 15 de ese mismo mes. Hop, asunto arreglado de forma (relativamente) higiénica. Que Santa Teresa muriera ese 4 de octubre y la enterrasen al día siguiente, que eran once fechas más allá, quedó solo como anécdota. Visto el futuro que iba a tener el cadáver de la santa (usado como afrodisiaco para Carlos II) parece peccata minuta.

Más complicado fue lo de incorporar todo el orbe a esta nueva manera de contar el tiempo. La catoliquísima España fue la primera de la lista (a otras cosas tardó más en llegar, pero para esto se las pelaban los Habsburgo), a la vez que lugares totalmente libres de esas locuras protestantes tan de moda en la época, como Francia, Portugal o Saboya. De ahí en adelante, un goteo. Gran Bretaña no adoptó el nuevo calendario hasta 1752. Eso hace que Cervantes y Shakespeare no muriesen el mismo día, sino con diez de diferencia, pese a que pudiera ser la misma fecha (pero no, porque en realidad Cervantes fallece el 22 de abril, el 23 lo entierran, ríanse ustedes del día del libro). Suecia se incorpora en 1712, y tiene que hacer un montón de malabarismos porque llevaba la cuenta desfasada total. Para cuadrarla en 1712 tendrán un 30 de febrero, imaginamos que gélido, por aquellas latitudes. En Rusia nunca habrá conversión al calendario gregoriano, y por eso la Revolución de Octubre comenzó, para un español medio, el 7 de noviembre. Serán los soviéticos quienes fijen la reforma, pasando del 31 de enero de 1918 al 14 de febrero, con lo que dejaron vendidos a quienes no tuvieran decidido el regalo de San Valentín. Lo hicieron, además, con un calendario revolucionario. Semanas de cinco días, uno de los cuales se libraba, oigan. Todavía más tarde habrán de ponerse gregorianas naciones como Grecia (1923) o Turquía (1926). Incluso la nueva China comunista adopta esa nueva forma de medir los años en 1949, aunque sigue conservando su calendario tradicional de forma paralela. El 16 de febrero de nuestro 2018 es para los chinos el primer día de su año 4715…
Diecisiete de Homero, día de Terencio. Y de los enamorados
Vale, hemos visto que el tiempo se cuenta a partir de ideas militares, mitológicas, religiosas, incluso políticas…pero, ¿y lo racional? ¿es que nadie va a pensar en lo racional? Pues sí, y a partir de criterios empíricamente demostrables se crearon diversos calendarios que reunían lo mejor de las artes y las ciencias en el género humano. Batiburrillos incomprensibles en unos casos y entrañables intentonas inocentes en otros, estos fracasos resultan, sí, extraordinariamente humanos. Y es que una de nuestras características como especie es conseguir exactamente lo contrario de lo que nos hemos propuesto con una acción determinada.
Auguste Comte (1798-1857) fue un filósofo bastante tarambanas, el creador de la sociología y uno de los pensadores más influyentes del siglo XIX. Entre reflexión y reflexión a Comte se le ocurrió plantear un calendario alternativo que olvidase las bases tradicionalistas, religiosas y políticas del gregoriano para abrazar la Razón (con mayúscula). Fue llamado Calendario positivista, porque de aquellas Auguste andaba con esas cosas.
Primer elemento particular: la jornada que da comienzo a la historia para este calendario es el 1 de enero de 1789, por lo de la toma de la Bastilla unos meses después. En otras palabras, hoy estaríamos en el año 229 positivista, que ya es un cambio grande. Vale, sigamos. Había trece meses de veintiocho días, con nombres tan seductores como Moisés, San Pablo, Shakespeare, Gutenberg, Carlomagno, Federico II, Bichat o Dante. Esto, que ya de por sí suena cojonudo, se acompañaba de un nuevo santoral laico que olvidaba asaeteados y emparrillados para dedicar cada amanecer a una figura cultural. Así, por ejemplo, la segunda semana del mes de Aristóteles tenía los días de Solón, Jenófanes, Empédocles, Tucídides, Arquitas, Apolonio de Tiana y, para celebrar el domingo, Pitágoras. No me digan que no es atractivo. Y sí, el día de los enamorados pasa a ser el 17 de Homero, día de Terencio, que queda como más culto, ¿no? Nada humano me es indiferente, y tal. Eso sí, no busquen muchas mujeres porque nuestro Comte pensaba que eran seres inferiores (aunque más dulces y abrazables que los hombres). Nadie es perfecto…
La idea de Comte era retomar, en parte, el antiguo calendario republicano francés, el establecido a partir de la Revolución. El de 1793 era el año I de esta nueva forma de contar las vidas, que huía de todo lo tradicional. Tenía doce meses de treinta días, renombrados en atención a las tareas del campo o las condiciones meteorológicas. Así, en lo que nosotros llamamos septiembre empezaba el vendimiario, al que seguía el brumario (porque empezaba a haber nieblas, aclaro para los urbanitas), y después iba el frimario (la traducción sería algo así como «escarchario»), el nivoso, el pluvioso, el ventoso y el germinal. Después de las semillas llegaban las flores (floreal), los prados (pradial), las cosechas (mesidor), la canícula (termidor) y el arrancar las frutas del árbol (fructidor). Por si esto no fuera suficientemente eufónico cada día estaba dedicado a una planta, un mineral, un animal o una herramienta. Así, servidor nació un día de laya del mes ventoso de lo que hubiese sido el año CLXXXVIII. En otros ejemplos, escogidos totalmente al azar, el 12 de octubre, Día de la Hispanidad, sería la jornada del cáñamo del vendimiario, el 11 de septiembre estaría dedicado al cangrejo de río (simpático crustáceo) y nuestro entrañable San Valentín quedaría renombrado como el 26 de pluvioso, con dedicación a la isatide, una hierba de lo más vulgar pero que, ojo, se utiliza para combatir la sífilis (de nuevo, dato seleccionado aleatoriamente).

La cosa es que este experimento tuvo poco recorrido, porque el primer día de 1806 (el paso del 10 al 11 del mes nivoso del año XIV) Napoleón, que ya andaba un poquito subido con lo de ser emperador y regalar reinos como si fueran entradas para Copa del Rey, decide abolirlo. El muy sinvergüenza, que dio el golpe del 18 brumario. El último día del calendario revolucionario estaba dedicado al mayal, que son como unos nunchakus que se usan en el campo. Tampoco parece haber simbología oculta en esto.
A mediados del siglo XX aquel grupo de entrañables chiflados que fueron los patafísicos presentaron su propuesta de calendario. Como todo en este desopilante grupo (Vian, Queneau, Ionesco, Genet) uno no sabe muy bien si estaban hablando en serio, o si, de hecho, es posible hablar en serio sobre algo. Tenía meses como tatana, clinamen (repitan conmigo…suena delicioso, clinamen), palotín, mierdra, o descerebramiento. Todo giraba alrededor de la natividad del gran Alfred Jarry, su obra y, en general, cualquier cosa que molase lo suficiente. Así, el día 9 del mes absoluto celebraba el Espíritu Santo del vino. Apenas veinticuatro horas antes se había conmemorado la absenta, con lo que eso duele. El 23 de febrero, ojo, era la Erección del Supermacho (ya ven), y mi onomástica caía en San Ojete (ya ven, otra vez). Y, en plan fan absoluto, me he dedicado a buscar cuándo se produjo el gran momento de la patafísica finisecular, que no fue otro que la melopea de Fernando Arrabal en televisión, con lo del «mineralismo», la virgen María, los besos y la ebriedad. Fue en el mes absoluto, en la medianoche que separaba el día de Xylostomía y el del Chorro Musical.
Larga vida a Fernando Arrabal.
Intentos actuales
¿Piensa el lector que todas estas gaitas son cosas pretéritas, y que hoy en día, instantes de posmodernidad, el tema está atado y bien atado? Nada más lejos de la realidad. En estos tiempos difíciles ni el tiempo está perfectamente definido. Y no lo está porque, ya hemos visto, no deja de ser una convención artificial, una que además incorpora elementos políticos y religiosos. Vamos, nada de lo que presumir mucho. Por eso no es de extrañar que en la actualidad se sigan planteando alternativas de calendarios más exactos que pudieran tener aplicación universal. Vano intento, por cierto…
Existe una propuesta de calendario mundial presentada hace casi un siglo por Elisabeth Achelis, que adopta años intercambiables con trimestres siempre iguales. En otras palabras, para toda la eternidad el 1 de enero será domingo (con lo que de salida se nos jode un festivo) y mi cumpleaños caerá siempre en martes (que me viene fatal). Que esta idea surgiera menos de diez años después de que Grecia adoptase la datación gregoriana habla bastante mal de nosotros como especie. Aparecen, pese a ello, otras que van por cauces similares (el Calendario Permanente Hanke-Henry, el Calendario Fijo Internacional, el Calendario Dariano) pero todas tienen idénticos problemas. El principal, que son absurdamente occidentales, dejando de lado la evidencia de que poseemos cientos de formas de medir el tiempo distintas por todo el orbe. Si no triunfó el esperanto, que suena genial, imagínense esto.
Por haber hay incluso una proposición que busca huir por completo de cualquier referencia religiosa, datando el comienzo «de los tiempos que miden el tiempo» de una forma… geológica. El impulso parte del italiano Cesare Emiliani, que era un científico muy leído y un tipo de lo más interesante. La base de su calendario fue sustituir dioses y reyes por un elemento mensurable: el comienzo de la era holocena, el punto inicial de la presencia «humana» en el planeta. Redondeando que da gusto, Emiliani decidió que el Holoceno empezaba el 1 de enero del año 10 000 antes de nuestra era (que ya es precisión, oigan), por lo que ahora estaríamos en el año 12 018 de la era holocena. Claro, este calendario tiene algunos problemas, como el dejar fuera del tiempo humano a joyas del arte como Altamira o Lascaux (con el consiguiente quebradero de cabeza para los vendedores de souvenirs) y la sospecha de que tanta exactitud a la hora de datar la llegada del Holoceno es, por decirlo de alguna forma, exagerada. Que vamos, parece que uno se acuesta un domingo en el Pleistoceno y el lunes, venga, todos a comenzar el Holoceno. Menuda semana de cambios, vaya, eso sí es incertidumbre.
¿Quieren saber una última curiosidad? Recientemente se ha encontrado en Warren Field, al norte de Escocia, lo que parece ser el calendario más antiguo del mundo. Es lunar, y podría marcar el paso, casi simbólico, entre una sociedad cazadora-recolectora y otra agrícola. ¿Su antigüedad? Unos 12 000 años. Sí, la misma que proponía el Calendario Holoceno. Casualidad, seguramente.
Pues eso, que feliz 2018. O lo que sea.
PD: Este artículo se terminó de escribir el día 12 del mes del descerebramiento, dedicado a San Guillotin, médico.

1/03/2018

Coreomanía



Dice el neurobiólogo José R. Alonso “ La tarantela es un baile popular del sur de Italia, muy difundido de Puglia a Sicilia. Su origen está, al parecer,  en los colonos griegos que llegaron a Sicilia y el sur de la península itálica y llevaron con ellos los bailes en honor de Apolo y Dionisio. La danza se caracteriza por un movimiento muy vivo, in crescendo, en el que cada vez se baila más rápido, siguiendo el compás de una música con un compás de 6/8 (a veces 18/8 o 4/4) acompañada de palmas, castañuelas o panderetas. La tarantela, tanto el baile como la música que la acompaña, es conocida en todos los pueblos del sur de Italia desde la infancia y las madres se las cantan a los bebés mientras les hacen cabalgar sobre sus rodillas cada vez a mayor velocidad, con las consiguientes risas del niño. Su melodía incorporó posteriormente influencias como el fandango español o músicas africanas o árabes, con quien el sur de Italia ha estado siempre en contacto.
Históricamente, se ha atribuido a la tarantela un valor terapéutico para un trastorno del sistema nervioso. En la Edad Media se pensaba que bailar el solo de la tarantela curaba un tipo de locura llamado tarantismo supuestamente causado por una picadura de la mayor araña europea, la araña lobo o tarántula. Se suponía que bailar la tarantela permitía sudar el veneno de la sangre, como si esos movimientos cada vez más rápidos centrifugaran la ponzoña de la araña fuera del sistema circulatorio. Personas que sentían un picotazo o que se veían una marca en la piel creían ser víctimas de la tarántula e iniciaban, con la ayuda de sus vecinos, la danza de la tarantela. También se sumaban al baile personas que creían haber sido mordidas por una tarántula en el pasado y que pensaban que de no hacerlo, de no ponerse a bailar, el veneno que persistía en su organismo podía activarse, particularmente por el calor y había que eliminarlo sudando. De hecho, el tarantismo sólo se producía en los meses de verano.”

En la Fresneda hay que describir un tipo distinto de alteración que no tiene predominio estacional y que se parece más al baile de San Vito, aquel mártir siciliano que tenía la enfermedad de Huntington, la Corea de Sydenham o cualquier otra alteración, que hace que al menor reclamo se muevan los cuerpos sin ton ni son al reclamo de una música ratonera.
 

La epidemia de baile de 1518 (o cómo los malditos danzaron hasta morir)

Publicado por Manuel de Lorenzo

The Dancing Mania. Pilgrimage of the Epileptics to the Church at Molenbeek, de Pieter Brueghel el Viejo, 1564.
Nadie sabía por qué habían comenzado a bailar, pero allí estaban. Un día cualquiera de 1278. Sobre uno de los puentes que cruzaban el río Mosa, en la frontera occidental del Sacro Imperio Romano Germánico. Se trataba de una multitud formada por doscientas personas que agitaban sus cuerpos descontroladamente. Compulsivamente. Incapaces de detenerse. Como si hubiesen sido víctimas de alguna clase de maleficio diabólico que las obligaba a moverse en contra de su voluntad.
De repente, el puente se vino abajo. La mayoría de los que bailaban sobre él cayeron en el río y comenzaron a ser arrastrados por la corriente. Para sorpresa de todos los presentes, sin embargo, ninguno de ellos hizo esfuerzos por alcanzar la orilla o mantenerse a flote. Todo lo contrario. En lugar de intentar nadar, en lugar de intentar ponerse a salvo, todos continuaban contorsionándose en el agua, batiendo sus brazos y piernas como posesos, hundiéndose cada vez en mayor número y pidiendo auxilio porque, sencillamente, no podían dejar de bailar. Ni siquiera mientras se ahogaban.
Muchos perecieron aquel día en el fondo del río. Los supervivientes, algunos de ellos lesionados debido al derrumbamiento del puente, fueron transportados a una capilla cercana dedicada a san Vito. Allí, poco a poco, todos fueron dejando de retorcerse y recobrando la normalidad. Ninguno supo explicar por qué se había puesto a bailar. Pero, sobre todo, ninguno supo explicar por qué no había sido capaz de parar.
Lo que sucedió en 1278 a las orillas del río Mosa —concretamente en Maastricht, de acuerdo con el historiador John Waller— no fue un hecho aislado. Aproximadamente un siglo más tarde, a apenas veinte o treinta kilómetros de allí, en Aquisgrán, se produjo uno de los episodios más multitudinarios de los que se tiene constancia, viéndose afectadas al mismo tiempo poblaciones tan distantes como Colonia, Metz, Utrecht, Brujas e incluso Estrasburgo, cuatrocientos kilómetros al sur. Cuatro décadas antes, en 1237, un grupo de niños recorrió bailando y saltando los más de veinte kilómetros que separan las ciudades de Erfurt y Arnstad, en clara similitud con la leyenda del flautista de Hamelín, originaria de la misma zona y de la misma época. Otros casos se registraron en Bernburg dos siglos antes. Otros, en Inglaterra varias décadas después. En 1428, en la ciudad-estado de Schaffhausen —hoy en día, capital del cantón suizo homónimo—, los monjes de un monasterio documentaron cómo uno de ellos comenzó a bailar sin motivo y no fue capaz de parar hasta que cayó muerto.
En realidad, tal y como apunta el profesor de la Universidad de Virginia H.C. Erik Midelfort en su ensayo de 1999 A History of Madness in Sixteenth-Century Germany, desde el siglo VII hasta el XVII todo el centro de Europa fue testigo en numerosas ocasiones de estos brotes que, por aquel entonces, fueron denominados como «baile de san Vito». Según Midelfort, los cronistas de la época lo describieron como «una clase especial de convulsión que surge de la sangre u otros humores, de tal forma que los vasos nerviosos y los instrumentos del movimiento voluntario son excitados y estimulados hasta [provocar] tan extraordinarios y asombrosos movimientos». En el artículo The Dancing Pilgrims at Muelebeek, publicado por Dorothy M. Schullian en 1977 en el Journal of the History of Medicine and Allied Sciences de la Universidad de Oxford, la autora destaca cómo los bailarines «chillaban, cantaban, sufrían visiones, invocaban tanto a Dios como a los demonios, y finalmente se desplomaban quejándose de un intenso dolor e hinchazón abdominal». Se refiere en el texto al grabado de Pieter Brueghel el Viejo sobre un brote que se produjo en un suburbio de Bruselas en el año 1564. Más adelante, otros pintores como su hijo, Pieter Brueghel el Joven, o Henricus Hondius I reprodujeron la mencionada escena.

Versión (detalle) de Pieter Brueghel el Joven.
Pero el caso más grave de estas misteriosas epidemias de baile fue el que sucedió en Estrasburgo en los meses de julio y agosto de 1518. Posiblemente, el brote mejor documentado de todos ellos, junto con el de 1374 en Aquisgrán.
Una mujer, de nombre Troffea, comenzó a bailar fuera de control en una de las calles de la ciudad. Al día siguiente, continuaba bailando. En una semana, se habían unido a ella treinta y cuatro personas, un número que se elevó hasta aproximadamente cuatrocientos bailarines en el plazo de un mes. El resto de habitantes de Estrasburgo creían estar presenciando la danza de los malditos. Intentaban detenerlos, les rogaban que parasen, pero era imposible.
Escribe John Waller en A forgotten plague: making sense of dancing mania: «El curso de la epidemia de 1518 puede ser minuciosamente detallado con la ayuda de bandos municipales, sermones, y las vívidas descripciones que nos dejó el brillante médico del Renacimiento, Paracelso (…). En una cosa coinciden los escritores contemporáneos y los modernos: aquellos que bailaban lo hacían involuntariamente. Se retorcían de dolor, gritaban pidiendo ayuda y suplicaban piedad». Según los informes de la época, en Estrasburgo, durante aquellas semanas, fallecieron bailando alrededor de quince personas al día por infarto, derrame cerebral o agotamiento.
«Se creía que el baile era al mismo tiempo la enfermedad y su cura —continúa relatando Waller—. Numerosas personas recobraron el juicio temporalmente, bailando a propósito hasta el olvido con la creencia de que solo de este modo se levantaría la maldición. Por la misma razón, en Estrasburgo en 1518 las autoridades ordenaron que los bailarines continuasen bailando día y noche, para lo cual se construyó un escenario especial en el centro de la ciudad donde se pudiesen mover con libertad».
Resulta difícil imaginar una escena más macabra. Docenas de personas sacudiendo trágicamente sus extremidades, troncos y cabezas sobre una plataforma mientras el resto de vecinos, los que han escapado al hechizo, observan desde la plaza cómo algunos van muriendo exhaustos y a otros se les rompen los huesos de las rodillas y los tobillos sin que nadie pueda hacer nada por ellos.
Creyendo que las causas de la plaga eran de naturaleza sobrenatural y convencidos de que solo con más baile podrían erradicarla, las autoridades decidieron contratar entonces a músicos profesionales para mantener a los endemoniados en constante movimiento. John Waller concluye: «La medida fue un desastre». Hubo que esperar hasta principios de septiembre para que la epidemia cesase. Un buen día, de buenas a primeras, los que sobrevivieron dejaron de bailar. Y eso fue todo.
Se registraron otros casos a lo largo del siglo XVI, como el de Basilea de 1536 o el de Bruselas de 1564, reflejado en el grabado de Pieter Brueghel, pero una vez llegado el siglo XVII, los brotes de danza maldita desaparecieron como por arte de magia sin que la ciencia haya podido explicar jamás qué era exactamente lo que los provocaba.
Algunos han querido encontrar cierta relación con la corea de Sydenham o «corea menor», una enfermedad infecciosa del sistema nervioso producida por la bacteria Streptococcus pyogenes, pero no explica el contagio de grupos tan multitudinarios y en momentos distintos. También se descarta la «corea mayor» o «chorea magna», nombre que recibieron estas epidemias junto con el de «chorea sancti viti» hasta su desaparición y con el que hoy se designa la enfermedad de Huntington, un grave trastorno neurológico y degenerativo de carácter no infeccioso.
Se ha hablado también de tarantismo, de histeria colectiva, hasta de posesiones demoníacas. Últimamente ha adquirido fuerza la hipótesis de que estos brotes, en realidad, pudieron haberse debido a la ingesta accidental —o quizá no tanto— de Claviceps purpurea o cornezuelo, un hongo que crece en el centeno, entre otros cereales y hierbas, y del que se obtiene la dietilamida de ácido lisérgico o LSD, pero no es sencillo explicar la duración de sus efectos en el tiempo.
Lo que nos lleva a inferir que, tal vez, después de todo, no exista una explicación para las epidemias de baile. Así como llegaron en el siglo VII, se esfumaron mil años más tarde. Y resulta reconfortante. Es esperanzador pensar que a veces las cosas ocurren sin más. Porque sí. Y, sobre todo, que algún día podrían volver a ocurrir.
Porque morir por agotamiento, con los huesos rotos, pidiendo auxilio y destrozado después de semanas enteras gritando de dolor es una manera horrible de morir, no cabe duda. Nadie querría pasar por algo así. Pero hay que reconocer que, de entre todas las muertes espantosas, de entre todas las formas crueles y espeluznantes que hay de morir, quizá hacerlo bailando sea la más entretenida de todas ellas. En el fondo, aunque solo sea al principio, incluso debe de tener un punto divertido. Así que, puestos a elegir, si se ha de morir de un modo atroz, que sea ese. Qué diablos.

1/02/2018

El quinto electrodoméstico



Como sé que no andáis por esos vericuetos un tanto marginales de internet donde pululan “Webcamers” , es decir unas nuevas profesionales que se dedican a hacer shows eróticos delante de una cámara, y que han visto cambiar radicalmente su vida profesional desde hace poco más de un año, cuando se incorporó un nuevo aparato que ha revolucionado el sexo de pago por internet. Se trata del   Ohmibod, Lovesense, Vibe, Lush… etc dependiendo del fabricante, y se trata, no más, de un vibrador interactivo que se maneja a distancia y que reacciona a golpe de moneda.  En palabras de una experta:

“En realidad es un vibrador. Sólo eso. Un vibrador tan grande como una pastilla de jabón… pero todo ha cambiado desde que lo uso. Algunas noches me encuentro con diez o doce personas a las que no conozcode todas partes del mundo, manejando desde sus casas mi vibrador a su antojo. Todos al mismo tiempo. Gano bastante más dinero que antes y muchas veces es bien rico. Pero otras veces es una locura. Si te agarra alguien con mucha plata (dinero), te revienta”.

Quien les iba a decir a aquellos que crearon el quinto electrodoméstico que tendría tanta éxito para controlar la “matriz errante”. 

Para comenzar el año no está mal….


   Un médico masajeando a su paciente en una ilustración francesa de 1825.

El trágico mito del útero errante: de la vagina perfumada al médico masturbador

Durante siglos la medicina sostuvo que el útero sin fecundar se movía por el cuerpo vinculándolo primero a enfermedades, después a la demencia.

2 enero, 2018 01:49
Javier Yanes
No es casualidad que la histerectomía o extirpación del útero se parezca a la palabra "histeria". Ambos términos proceden del griego hystéra, útero, y esta relación se remonta a una antigüedad clásica que produjo grandes obras en el pensamiento y las artes, pero cuyo conocimiento científico a veces no sólo andaba muy perdido, sino que se basaba en explicaciones que hoy ruborizarían al más machista.
Un ejemplo era la creencia de que el útero era una especie de animal errante capaz de vagar sin rumbo por el interior del cuerpo de la mujer, y cuyos paseos entre las vísceras eran la causa de enfermedades como la "sofocación histérica" (hysterike pnix) que no se arreglaba de otra manera sino, en palabras de Platón, "cuando el hombre y la mujer, reunidos por el deseo y por el amor, hacen que nazca un fruto".
Platón es hoy una figura reverenciada en occidente como uno de los padres del pensamiento occidental, desde la filosofía a la política. En cambio, no es tan conocido por haber definido también lo que hoy conocemos como pensar con el pene, cuando en su diálogo Timeo escribió: "Las partes genitales, naturalmente sordas a la persuasión, enemigas de todo yugo y de todo freno, se parecen en el hombre a un animal rebelde a la razón, y que, arrastrado por apetitos furiosos, se esfuerza en someterlo todo y mandar en todas partes". Tal vez deberíamos revisar nuestro concepto de "amor platónico".
Pero la reflexión del filósofo no acababa aquí, sino que a continuación pasaba a definir el útero femenino como "un animal ansioso de procrear". "Si permanece sin producir frutos mucho tiempo", añadía el filósofo, "se irrita y se encoleriza; anda errante por todo el cuerpo, cierra el paso al aire, impide la respiración, pone al cuerpo en peligros extremos, y engendra mil enfermedades".

Una bola en la garganta

Pero ¿de qué hablaba Platón? Aunque algunos expertos dudan de que el filósofo realmente creyera en ello, en realidad no hacía sino seguir una idea extendida en su época. El propio padre de la medicina, Hipócrates, contemporáneo de Platón, se refería en su tratado sobre las enfermedades de las mujeres a la sofocación histérica, una dolencia que aparecía cuando el útero emigraba hacia la parte superior del abdomen en busca de fluido.
Esto provocaba en las mujeres síntomas como dificultad de respiración, dolores en el corazón, mareos, pérdida de la voz y exceso de saliva. Según escribían Harold y Susan Merkey en la revista Canadian Medical Association Journal, este supuesto movimiento del útero causaba asfixia y una sensación de "bola en la garganta".
Para forzar al útero a que regresara a su lugar, Hipócrates recomendaba masajes manuales, pero también empapar un pedazo de lana en perfume y enrollarlo alrededor del cañón de una pluma de ave, introduciéndolo después en la vagina. Al mismo tiempo, en la nariz se colocaba alguna sustancia de olor desagradable, como vinagre, o se quemaba polvo de cuerno para que la paciente lo inhalara.
De este modo, como en el sistema del palo y la zanahoria, el útero regresaba atraído por el aroma del perfume en la vagina y huyendo del olor molesto o del humo en la nariz. Sin embargo, según los Merskey la cura definitiva y segura era "el matrimonio o el embarazo".


 Una ducha pélvica a presión, uno de tantos remedios para la histeria. 
 
Lo curioso es que esta idea del útero como una especie de animal con voluntad propia perduró durante siglos, incluso después de saberse que estaba anclado en su lugar a través de ligamentos. Según los Merskey, unos 500 años después de Platón e Hipócrates, el médico griego Areteo de Capadocia escribía que el útero "se asemeja estrechamente a un animal", ya que "se mueve por sí mismo aquí y allá en los flancos y también hacia arriba", hacia el hígado, el bazo o el corazón.
"En una palabra, es errático", concluía. Areteo añadía, siguiendo a Hipócrates, que al útero le atraían los aromas fragantes, huyendo de los olores fétidos. "En resumen, el útero es como un animal dentro de un animal", decía. Los mismos autores describen un exorcismo medieval para ordenar al útero que abandonara otros órganos, enumerados en la fórmula desde la cabeza a los dedos de los pies, y que permaneciera "tranquilo en el lugar que Dios te ha asignado".
"Te conjuro, útero, por nuestro Señor Jesucristo, para que no dañes a esta doncella sierva de Dios", decía el ritual. Según los Merskey, documentos como este sugieren que en aquella época la sofocación histérica se asociaba a la brujería y la posesión diabólica. Los escritos medievales se referían a la asfixia histérica como "globus hystericus".

Paroxismo histérico

Pero si la teoría del útero errante acabó cayéndose, no así la de la sofocación histérica, que después llegaría a ser conocida simplemente como histeria. Por entonces ya no se consideraba exclusivamente restringida a las mujeres, pero sí seguía sosteniéndose que ellas eran las más afectadas, reflejando la incomprensión de los ciclos menstruales, la menopausia y sus efectos fisiológicos y psicológicos.
Algunos autores suponían un influjo de la putrefacción del semen retenido en el útero, mientras que otros achacaban la enfermedad precisamente a la falta de penetración que privaba a la mujer de los presuntos beneficios de la emisión masculina.
Una solución al problema era la manipulación de los genitales femeninos hasta llegar al "paroxismo histérico", el orgasmo. Pero dado que la masturbación femenina se consideraba tabú, los médicos no la recomendaban. Algunos especialistas recurrían a esta cura, en ocasiones por medio de una comadrona que se encargaba de masajear a la paciente.

Anuncios de vibradores en el catálogo de productos de los almacenes Sears.

En el siglo XIX, con la electricidad y la industrialización, aparecieron los primeros vibradores electromecánicos. Según Rachel P. Maines, autora del libro La tecnología del orgasmo: la histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres (edición en castellano: Milrazones, 2010), el vibrador fue el quinto electrodoméstico que salió al mercado, después de la máquina de coser, el ventilador, la tetera y la tostadora, y antes que la aspiradora y la plancha.
Maines señala que este útil aparato permitía a los médicos inducir el paroxismo histérico a sus pacientes sin el trabajoso esfuerzo manual, pero también a las propias mujeres emplearlo en la comodidad de su hogar. "La vibración es vida", decía un anuncio de la época. Para no ser un animal errante, desde luego la matriz femenina sí ha tenido que recorrer un largo camino histórico para llegar a ser comprendida por una medicina dominada por el punto de vista androcéntrico.