8/02/2010

Pragmatismos

"(...) Es, pues, claro que el Gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los buenos y sensatos patricios."

Quien escribía así, referido a la fiesta (?) de los toros, era Melchor Gaspar de Jovellanos, el ilustrado asturiano que apoyaba la Pragmática Sanción publicada por Carlos III en 1785, por la que se prohibian "las fiestas de toros de muerte en todos los pueblos del Reyno, á excepcion de los en que hubiere concesion perpetua ó temporal con destino público de su productos útil o piadoso", ratificada por su sucesor, Carlos IV, en 1790 que prohibía "correr toros que llaman de cuerda por las calles, así de dia como de noche". En 1805, otro real decreto de Carlos IV reiteraba la abolición de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar, aunque se toleraban algunas excepciones con fines benéficos.
Lo cierto es que la prohibición del toreo ha resultado ser un breve episodio en nuestra historia, consecuente con el espiritu humanista de la Ilustración, que también lo hizo desaparecer casi por completo en la vecina Francia, poco tiempo después y coincidiendo con el reinado del liberticida Fernando VII se vuelven a autorizar los toros e incluso se apoya la creación de la Escuela Taurina de Sevilla en 1830. Ya en el siglo XX, la oposición del filófoso Ortega y Gasset a la nueva reglamentación de 1928 por la que los caballos de picar irían provistos de un peto que evitara que los toros les saltaran las vísceras en las acometidas del picador, señala a las claras la actitud esquizofrénica de nuestro inconsciente colectivo respecto a esta sangrante tradición.
Era de esperar que la decisión del Parlamento catalán de prohibir los toros en Cataluña iba a desatar reacciones de todo tipo, y no solo en el ámbito de los aficionados sino también en la derecha mas reaccionaria, que no duda en asociar esta decisión a la necesidad del catalanismo militante de distinguirse de "lo español". Se han oido y leido estos días opiniones de todo tipo al respecto, como la de Jon Juaristi en el ABC, que aprecia en Goya la imborrable identificación del toro y la nación, con ocasión de la guerra contra los franceses, al inefable Antonio Burgos, también en el ABC, comparar la prohibición, llevada a cabo por esos "progres de mierda", de los toros en Cataluña con la retirada de las bolsas de plástico en los supermercados, o la sustitución de las bombillas de filamento por las de bajo consumo, un desproposito que retrata a este pretendido gracioso. Pero no han dejado hasta ahora que se plantee el debate en los justos términos que deben estar en la erradicación de todo espectaculo en que concurran animales donde se les someta a tormento en base a una suspuesta tradición.

Curiosamente, las encuestas mas o menos acertadas que se han hecho estos días señalan que la mayoría de los españoles, pragmático como pocos, están en contra de los toros, o al menos son indiferentes ante el llamado "arte de Cúchares", pero tienen serias dudas sobre la conveniencia de su prohibición, y desde luego hace mucho que se rechaza tal espectáculo con la identidad nacional.
Sobre pragmatismo he leido recientemente un artículo genial de Manuel Vicent, en una serie sobre los cafés del mundo que no tiene desperdicio.


Milagro en el espejo velado, Manuel Vicent

(…) el milagro de A Brasileira se produjo a mitad de los años ochenta del siglo pasado cuando me encontré con la Virgen de Fátima en carne mortal, sentada a un velador ante una taza de chocolate y un bollo. Era una anciana muy elegante. Un fotógrafo portugués me animó a que me presentara ante ella y le preguntara si era la señora que se apareció en Cova de Iria. Así lo hice. Después de cierta reticencia por mi proceder tan intempestivo y habiéndose repuesto de su primera duda, me ofreció la silla a su lado y me contó la historia.

Se llamaba Mary Wilkin y era inglesa. Se había casado en el año 1917 con Roberto Pinheiro, un joven topógrafo de Oporto, al que conoció en Londres. El primer trabajo de su marido consistió en realizar unos cálculos de topografía para abrir una carretera de segundo orden en Cova de Iria, un paraje abandonado del mundo junto a un pueblecito de Fátima. Mary Wilkin, apenas una adolescente, recién casada, pelirroja, vestida de blanco hasta los pies, con sandalias y un chal azul acompañó a su marido y mientras él trabajaba en las mediciones del terreno, ella se perdía por el valle buscando flores silvestres. Era el 13 de mayo cuando le sorprendió a media mañana una tormenta y se subió descalza a un árbol. De pronto se abrió el sol entre dos cúmulos blancos, un rayo le iluminó el rostro y en ese momento, en el silencio absoluto del paraje, sonó el tintineo de campanillos de unas cabras y vio a tres pastorcillos, dos niñas y un zagal, al pie del árbol mirándola. Aquellos niños nunca habían visto a una joven pelirroja vestida de blanco con un chal azul, salvo en la estampa de la Virgen de Murillo que había en la iglesia de Fátima. Traté de que entendieran en inglés. Jugamos al escondite y nada más.

-Ese verano -me dijo Mary Wilkin- volví con mi marido de vacaciones a Inglaterra y de regreso a Portugal en otoño me encontré que a Cova de Iria iban decenas de miles de peregrinos.

Años después en la presentación de un santoral de Luis Carandell junto al padre Martín Patino, conté que este prodigio del café A Brasileira podía considerarse el verdadero secreto de Fátima. Y ante cierto malestar que expresó monseñor, dije que Dios no tenía por qué molestar a la Virgen y hacerla bajar del cielo si pudo haberse servido de una bella inglesa para realizar el milagro.