3/23/2010

Confeseme con un cura

(Como dice la canción asturiana, "Confeseme con un cura, que guapu llera, pusome de penitencia que lu quisiera, y yo lu quise, y yo lu quise, porque la penitencia de amor tien que cumplise, y desde ahora, y desde ahora, prefiero morir martir de amor que dormir sola...")

Los hijos de los clérigos son sobrinos, o lo que es lo mismo, Filii nominantur nepotes, que como dice Celso Alcaina es, mas que una broma, una norma que viene de la Baja Edad Media. En tanto se suceden las denuncias sobre los abusos de miembros de la Iglesia, hoy mismo se amplia la información sobre el régimen de terror que ha imperado, según una denuncia reciente, en la supuesta institución modelo de Los Niños Cantores de Viena, o el reciente caso del clérigo español detenido en Chile con material pedófilo, que día a día muestra a las claras la red de silencio, ocultación y complicidad que las autoridades eclesiasticas han tenido con los curas pervertidos, olvidando que, a parte de pecado, esta perversión es un delito que deja cicatrices muy profundas en sus víctimas.

El artículo del teólogo Celso Alcaina relata su experiencia en los años pasados en El Vaticano y el profundo desaliento de comprobar que "La Iglesia nunca ha sido un Estado de Derecho".

Filii nominantur nepotes (Los hijos de los clérigos son sobrinos)

Celso Alcaina, 22 de marzo de 2010 a las 11:51

(Celso Alcaina).-Sentada en mi sofá, sin mirarme a los ojos, me lo espetó: "Monseñor, que pena que haya regresado sin su sobrinita; aunque se dice que es hija suya". Aprovechó los pocos minutos de ausencia de mi madre, ocupada en la cocina. Era Pasqualina Fois, sarda, 46 años,"doméstica" de monseñor Umberto Cassani. El mío y el suyo eran apartamentos contiguos, en la primera planta del Palazzo del Sant'Uffizio.

Desde hacía un año, mi madre estaba conmigo. En mis primeras vacaciones como oficial del Vaticano, ella observó, preocupada, mi aspecto enfermizo. Carencia de cuidados. A sus 65 años se empeñó en ir conmigo a Roma, dejando atrás casa y marido. Decidimos que le acompañara Pilar, 8 años, hija de mi hermano Gervasio. Mamá se sentiría más acompañada en un país desconocido, entre desconocidos, con idioma desconocido. A la niña le encantó la aventura. Durante un año convivimos los tres.

A mi función de oficial, añadía las labores de padre. A diario, llevaba a Pilar al cercano Colegio del Gianicolo y la recogía. Aprendió el italiano. Hizo amigos/as. Fue recibida y acariciada por Pablo VI, una vez conmigo y otra también con mis padres. Al regresar de las siguientes vacaciones veraniegas, sólo me acompañó mi madre. Mi hermano y cuñada no soportaron quedarse nuevamente sin su pequeña. Ésta se disgustó ostensiblemente. Durante meses tuvo pesadillas relativas a mi y al mundo romano. (Pili es hoy madre de un adolescente, abogada y profesora. No me importaría haber sido su padre. Un besazo, sobrina).

Me sentí incómodo con las palabras de Pasqualina. Las atribui a una nueva acometida libidinosa de una mujer hipersensual ante un bombón de 34 años. Ella pertenecía a una singular hermandad italiana de sirvientas del clero: “ausiliari del clero”. En esa asociación ingresaban mujeres libres cuarentonas. Era la edad recomendada por el Concilio Tridentino. Necesitadas de afecto y sexo, con frecuencia lograban ambas metas con sus “amos”. También, un sueldo, un cierto prestigio y algún poder. Se aburría con mons. Cassani, un amable septuagenario que había sido Capo Ufficio, jefe de la sección matrimonial de la Congregación. Pretextando ayudar a mi madre, había ido colándose en mi casa de la que había obtenido una llave. Era una excelente cocinera. A espaldas de su patrón, nos deleitaba haciéndonos probar sus guisos y postres. En confidencias anteriores, había presumido de haber sido la “doméstica” y amante de mons. Jacques Martin, diplomático, entonces arzobispo Prefecto de la Casa Pontificia y más tarde Cardenal. Según ella, mons. Martin la sustituyó por María, otra “ausiliare”, también sarda, a la que conocí y traté. Pasqualina, aunque lo disimulaba, odiaba a su sucesora en el apartamento (y en la cama?) de mons. Martin. Con éste llegué a tener amistad. Me atendió cada vez que le pedí un favor para alguien que visitaba el Vaticano y pretendía acercarse al Papa. En unas tres ocasiones, mi madre, mi sobrina y yo salimos a los “castelli romani” con mons. Martin y mons. Cassani acompañados de sus respectivas “ausiliari”.

Días después de la conversación del sofá, mi sorpresa fue mayor. Mi colega y amigo alemán Herman Schwedt me convenció de que cuanto me había dicho Pasqualina tenia fundamento. Suele acontecer. El interesado es el último en enterarse. El cotilleo sobre mi supuesta paternidad era real. Pero no era una excepción. Mons. Plenteda, notario del Santo Oficio, Mons Lancciotti, Mons. Çertö, los tres con domicilio en el Palazzo, también tenían “sobrinos/as” adolescentes. El citado mons. Cassani tenía un hijo, Paolo, casado y con dos niñas. A Paolo, a su esposa Livia y a las dos niñas de entre 6 y 8 años, los conocí y traté media docena de veces en sus visitas al padre clandestino, “tío” para la sociedad hipócrita y “bien pensante”. Se trataba de un caso real y verificado. Mons. Cassani me lo había contado todo, todo y todo. Conservaba un emotivo recuerdo de su amante, ya difunta. Trataba a Paolo y a sus nietas como un responsable cariñoso padre y abuelo.

En los restantes siete años fui conociendo casos y más casos de curiales con “sobrinos/as” y con “ausiliari”. Supe que dos “sobrinos” del Cardenal Federico Tedeschini ocupaban cargos relevantes en el Vaticano. Tedeschini había sido Nuncio Apostólico en España. Era un impresionante “mister” en físico, en talento, en diplomacia. Dicen que traía de calle a las mujeres. Murió en 1959. Su muerte ocasionó importantes problemas hereditarios al Vaticano y a sus parientes. Nunca me encontré con sus hijos. Me contaban que se parecían tanto a su “tío” Cardenal como lo hacen tres gotas de agua.

Curiosamente, sólo dos meses antes de dejar el Vaticano vine a conocer de boca de Franca, la doméstica de mi amigo Schwedt, que ambos mantenían vida afectiva de pareja desde hacía ocho años. Herman era uno de mis mejores amigos. Varias veces había estado a cenar o a charlar en su apartamento, situado fuera del Vaticano, aunque en sus cercanías. Herman, prudente y cauto, daba por supuesto que yo lo había adivinado. Franca, una siciliana de su misma edad, no pertenecía a la hermandad de “ausiliari del clero”. Fue reclutada por Herman en el Colegio Teutónico cuando ambos tenían 33 años. Ella era camarera. Nunca pude comprender mi escasa perspicacia en este caso. Monseñor Herman Schwedt permaneció nueve años en el Santo Oficio. Después de haber defendido una excelente tesis doctoral en la Universidad Gregoriana sobre Rosmini, se casó con Franca. No tienen hijos, sí sobrinos, esta vez sin comillas. Viven en Limburg, con estancias prolongadas en Sicilia y en el Alto Adige. El obispo de Limburg lo nombró archivero de la diócesis, cargo en el que se jubiló recientemente. Sigue investigando y escribiendo en prestigiosas revistas de tema histórico. Con posterioridad a mi descubrimiento, otro de mis colegas, el estadounidense mons. Richard Malone me aclaró que el affaire Schwedt era conocido incluso por los superiores del Santo Oficio. Y es que nada se prohibe y se castiga si no hay una denuncia formal o no salta a la opinión pública. Lo importante es ser cauto, no ser casto.

Los casos relatados se contraen a la Curia romana. No pretendo ser exaustivo. Los cuento tal y como los experimenté. Siempre que me adentré en la intimidad de mis interlocutores descubrí un affaire que tenía que ver con la afectividad y con el sexo. Tuve ocasión de comentar y valorar esta constatación con amigos colegas curiales. Y concluíamos que el carácter de la persona que tenía cubierta su afectividad y sexualidad mejoraba o no se agriaba. Ello era más importante y evidente en el ejercicio de la autoridad.

Era el año 1969. En la Sección Disciplinaria, llamada por nosotros Sección Criminal, un caso tenebroso de un arzobispo del continente americano. No se le investigaba por “sobrinos”. Supuestamente tenía más de uno. Era por corrupción de menores. El Promotor de Justicia instruia la causa. Él me resumió la positio que todavía debía completarse con documentos y testimonios. El Papa no suele enterarse de esos casos hasta que la causa está muy avanzada. Por lo demás, el Papa, cuando anuncia un Consistorio y preconiza a nuevos Cardenales, no consulta previamente al Santo Oficio, como sí lo hace para el nombramiento de obispos. Pues bien, el arzobispo encausado fue preconizado Cardenal. Ese mismo día, su causa fue archivada. Ignoro si fue eliminada del Archivo y quemada. Un velo cubrió para siempre las presuntas vergüenzas – léase delitos- del arzobispo.

Durante tres de mis ocho años en el Vaticano, actué de comisario-juez para las reducciones de sacerdotes al estado laical. Más de mil casos pasaron por mis manos. La mayor parte de ellos no suscitaba especial curiosidad. Clérigos que se habían enamorado. Otros que, además, esperaban un hijo de su novia o ya lo habían tenido. Algunos no comulgaban con la institución eclesiástica y buscaban fuera de ella una aproximación al mensaje de Jesús. Pocos habían perdido toda fe en el Cristianismo. Pero tuve un caso sobre mi mesa que me impactó. No era europeo. Siete hijos (sobrinos) con diversas mujeres. Había practicado sexo desde los seis años, iniciándose con su prima de doce. Tenía 34 años. Pretendía casarse con la actual novia y madre de su último bebé al que decía adorar. Sin comenarios.

Con intervalos de algunos años, en tres ocasiones, yo había sido alumno del Pontificio Colegio Español. Año tras año, un compañero seguía allí. Superaba los 40 años. Bastante mayor que el resto de alumnos. Decía que preparaba su tesis doctoral. Era muy resevado, pero correcto. Ya en el Palazzo, la bomba explotó. Me llamó la atención su nombre en grandes caracteres sobre una carpeta del Promotor de Justicia. No daba crédito a cuanto estaba leyendo. Solicitación en confesión, absolución de cómplice, abuso de menores, violación, hijos (sobrinos) de varias mujeres. Estuve deprimido un mes. En mis esporádicas visitas al Colegio seguí viéndolo. Celebraba la Misa en una casa de religiosas. Eso decía. No podía regresar a su tierra, en el interior de la península. Había que disimular el destierro. La diócesis lo becaba en Roma por tiempo indefinido.

Filii nominantur nepotes. Los hijos de clérigos serán sobrinos. No es una broma. Tampoco, un dicho popular. Era una norma legal que viene de la Baja Edad Media. Ya Gregorio VII, el monje Hildebrando de Soana, había allanado el camino. La secular corrupción de la Iglesia romana le sirvió de pretexto. Dominante hasta el extremo, con una fuerte personalidad y un insuperable fanatismo monjil. En 1074 impuso el voto de celibato a todo candidato al sacerdocio. A pesar de ello, muchos clérigos desobedecieron durante siglos. Las Decretales de Gregorio IX (1234) y las Extravagantes de Juan XXII (1320) recogen el aforismo en forma poco definida. El origen, el meollo, está en las herencias patrimoniales. Las riquezas acumuladas por obispos, abades y altos clérigos iban a parar a sus hijos, fraccionando haciendas. Era una etapa en que lo patrimonial se confundía con lo institucional. Los reyes legaban a sus hijos un país, un trozo de teritorio, una ciudad, un condado. Los eclesiásticos legaban a sus hijos cuanto habían recaudado intuitu muneris. ¿Solución? Nueva monstruosidad. Los hijos de los clérigos se considerarían sobrinos, no hijos. Los sobrinos no heredan. El patrimonio quedaría donde estaba. En la diócesis, en el convento, en la parroquia. De ahí a imponer radicalmente el celibato va poco trecho. Si los clérigos no pueden tener hijos, no pueden casarse. Si, no obstante, los tuvieren, no serán hijos, son sobrinos. Además, cometen sacrilegio. Puede que también barraganía. El Concilio Tridentino lo tuvo fácil. El celibato obligatorio se universalizó.

Claro que el que hace o dicta la Ley está por encima de la Ley. Dentro de la Iglesia lo hemos visto y lo vemos cada día. La Iglesia nunca ha sido un Estado de Derecho, donde todos, incluidos los mandatarios, estarían sujetos al imperio de la Ley. En el período anterior a las leyes comentadas era bastante normal que los Papas y obispos fueran hijos de Papas u obispos. San Inocencio I fue hijo del Papa Anastasio I. El Papa San Silverio era hijo del Papa San Hormisdas. Juan XI era hijo del Papa Sergio III. Otros Papas fueron hijos de obispos o de presbíteros: San Dámaso I, San Félix, Anastasio II, San Agapito I, Teodoro I, Marino I, Bonifacio VI, Juan XV. Incluso después de la ley del celibato obligatorio, en los siglos XV y XVI, fueron varios los Papas que engendraron hijos, bien siendo Papas, bien en su anterior condición de obispos: Inocencio III, Alejando VI, Julio II, Paulo III, Pío IV, Gregorio XIII. Sus hijos/as, al menos algunos/as, no se llamaron sobrinos/as ni sufrieron las exclusiones legales.

Las Leyes de Toro son una compilación realizada por voluntad testamentaria de Isabel la Católica. Fueron promulgadas por Juana Iª de Castilla (la Loca) en 1505. Son 85 leyes que recogen y actualizan el corpus legislativo de la Corona de Castilla en los anteriores siglos medievales. Tanto en la nueva regulación del Mayorazgo como en el completo derecho hereditario, se toca a los hijos de clérigos. Se les niega lo que a otros vástagos se les reconoce. Así, la Ley IX excluye a los hijos sacrílegos (hijos de clérigos ordenados in sacris y de frailes o monjas que hayan profesado) de la herencia de sus padres, trátese de testamento o ab intestato. También, por donación o venta. Por supuesto, quedan excluidos del Mayorazgo del que también son excluidos todos los clérigos, frailes y monjas. La exclusión es amplia y taxativa. Los hijos de clérigos y de frailes o monjas tampoco pueden heredar ni percibir bienes de los parientes de su padre y madre. Es verdad que algunos comentaristas suavizan esta exclusión cuando se refiere a la madre y/o a sus familiares, pero se trata de opiniones minoritarias y contaminadas por ideas y sentimientos posteriores. No sólo el hijo sacrílego sufría las consecuencias de su irregular concepción. En circunstancias singulares, la madre que hubiere tenido ayuntamiento con clérigo, judío o moro, era llevada al patíbulo.

3/16/2010

Donde esté una buena corrida...

Aunque la actualidad manda en la cosa local con la elección de un nuevo alcalde en Siero, después del desbarajuste del PSOE a la hora de elegir al sucesor de Corrales Montequin, y que pone en evidencia hoy en LNE el antiguo alcalde socialista Manolo Villa desde su retiro de Valdesoto, repartiendo collejas a unos y otros, (de Montequin a los arribistas, la FSA, Piti y los renovadores o el "diputadísimo" de Lugones, y al propio nuevo alcalde, No-val) hay que echar mano de lo que dijo el sabio : "donde esté una buena corrida que se quite la política, el fútbol... (y los toros, decía otra más), porque hay otro debate de mas enjundia alrededor de lo que se ha dado en llamar "Fiesta Nacional", iniciado en Cataluña pero que tiene la virtud de hacer enseñar la patita a algunos sobre su nacionalismo excluyente y sus convicciones democráticas, al tiempo nos permite leer lúcidas reflexiones como la de Fernando Savater en El País.

Rebelión en la granja

La civilización humana se basa en el maltrato de los animales. La polémica sobre los toros no revela acercamiento a la naturaleza, sino el predominio humanista de la compasión y la hipocresía

FERNANDO SAVATER 16/03/2010

Lo que diferencia el actual episodio del enfrentamiento entre taurinos y antitaurinos en el Parlamento catalán de otras fases de ese cíclico y antiguo debate es que por primera vez parece plantearse efectivamente la abolición de las corridas de toros en una región española. De modo que lo que se discute -o se debería discutir- no es tanto si ese espectáculo es una fiesta artística, portadora de tales y cuales valores, o por el contrario una muestra de barbarie anticuada, sino si debe o no ser prohibida para todos, la acepten o la rechacen. Es perfectamente imaginable que haya personas que sientan desagrado y repugnancia por las corridas pero que consideren abusiva su prohibición; incluso puede haber aficionados contritos que, reconociendo su gusto por ellas, admitan la necesidad de suprimirlas para verse libres de tan pecaminosa tentación, siguiendo el criterio de Pérez de Ayala: "Si yo mandase en España, suprimiría las corridas... pero como resulta que no mando, no me pierdo ni una".

¡No falta ya más que los Parlamentos decidan lo que es moral y lo que no lo es!

Nadie le pregunta a la merluza si quiere donar su cogote a las sociedades gastronómicas

De modo que ahora el viejo debate alcanza un nivel efectivamente político, como también es político su trasfondo. No ha sido ciertamente Esperanza Aguirre la primera en politizarlo, como aseguran los que siempre miran la realidad con un ojo abierto y otro cerrado: aunque las argumentaciones escuchadas en el Parlament no sean de corte nacionalista, sin una motivación de fondo nacionalista no habría habido iniciativa popular ni probablemente ésta hubiera llegado al punto actual. Lo resume muy bien un chiste aparecido en La Razón: un litigante muestra un rehilete, con el palo decorado con el característico papel rizado rojo y gualda, explicando: "Esto es una banderilla; la parte de abajo causa heridas leves al toro y la parte de arriba hay que reconocer que ha causado esta comisión". Claro que mejor que el debate sea en último término político, pues para eso se lleva a cabo en un Parlamento, que moral, como absurdamente suponen algunos. ¡No falta ya más que los Parlamentos decidan lo que es moral y lo que no lo es! Como parece que había quedado claro en otros casos -por ejemplo, el del aborto- el Parlamento no está para zanjar cuestiones de conciencia individual, sino para establecer normas que permitan convivir morales diferentes sin penalizar ninguna y respetando la libertad individual. Ahora, por lo visto, hay quien reclama del Parlament precisamente lo opuesto...

Lo digo porque en lo tocante a la moral, que es cuestión a la que he dedicado cierta perpleja atención durante bastante tiempo, no hay tanta unanimidad respecto al trato debido a los animales como algunas almas delicadas parecen suponer. Existen más razonamientos éticos en el cielo y en la tierra de lo que la filosofía de Peter Singer supone y no es lo mismo ser bueno que ser guay, aunque el matiz diferencial pueda resultar difícil de captar hoy en países como el nuestro. El repudio de la crueldad (no digamos "innecesaria", porque si fuese necesaria ya no sería crueldad) y del maltrato animal es moneda corriente en los moralistas desde Tomás de Aquino, pero en cambio hay menos unanimidad a la hora de establecer qué diferencia a esas prácticas perversas de otras formas del empleo humano de las bestias. Y ahí es donde esta discusión se hace desde un punto de vista teórico más sugestiva: ¿qué hemos hecho y qué hacemos con los animales?, ¿en qué medida la relación con ellos ha configurado nuestra civilización e incluso nuestra "humanidad"?

Para empezar a comprender estos asuntos es imprescindible retroceder bastante en el tiempo. Digamos hasta el comienzo de la historia. El desarrollo de la sociedad humana se basa desde el principio en la utilización de animales para nuestros fines: nos han servido de alimento ("todo lo que nada, corre o vuela... ¡a la cazuela!"), de fuerza motriz tirando de carros o haciendo girar norias, de transporte y de arma de guerra (¡los escuadrones de Alejandro, los elefantes de Aníbal!), sus pieles curtidas nos han vestido y nos han calzado, han arado los campos, han defendido nuestras casas y nuestros rebaños (¡también formados por animales!) y -supongo que lo más humillante de todo- nos han servido de pasatiempo en circos y otros espectáculos, nos han hecho zalemas como mascotas de compañía y han trinado en jaulitas a la espera de su alpiste. Por no mencionar a los que han donado involuntariamente -y a veces aún vivos- sus cuerpos a la ciencia para el avance de la medicina, la cosmética y hasta la astronáutica (¡Laika, pionera del Sputnik!). Nos han sido imprescindibles para evitar males mayores: el antropólogo Marvin Harris justificó que los aztecas se comiesen a sus prisioneros por la ausencia en su territorio de mamíferos de talla suficiente para poder convertirse en fuente de proteínas y Jared Diamond explica el rezago de ciertas poblaciones africanas por carecer de bestias domesticables que pudiesen servirles para el transporte o la carga. Si tantos y tan variados empleos son formas de maltrato, hay que reconocer que la civilización humana se basa en el maltrato de los animales.

De modo que resulta un poco risible el argumento abolicionista de "que le pregunten al toro si le parece arte que le piquen o le den la puntilla". Tampoco nadie le pregunta a la merluza si quiere donar su cogote a las sociedades gastronómicas o a los bueyes si quieren tirar del arado. Ni a perros, gatos o caballos de carreras si quieren ser castrados por nuestro bien. Porque en el caso del debate actual debe quedar claro que no se trata de introducir en nuestra cultura las corridas, sino de prohibir una práctica secular. ¿Que no sería hoy admisible iniciarlas? Imaginemos si aceptaríamos con los valores vigentes empezar a criar animales para alimentarnos con ellos. Me parece estar oyendo a quienes contemplasen corretear a unos pollos o a unos terneros: "¡Qué ricos son! ¿Verdad? Me refiero a que parecen sabrosos...". Reconocemos que en los mataderos o las granjas avícolas industriales los bichos no lo pasan nada bien, pero se arguye que en tales lugares no se venden entradas para el espectáculo. Sin embargo, el argumento se vuelve contra lo que intenta demostrar, pues si fuera verdad que los espectadores disfrutan con el sufrimiento animal frecuentarían esos dignos establecimientos en lugar de las plazas de toros. Otros se escudan en que no es lo mismo sacrificar animales para atender nuestras necesidades que para satisfacer diversiones o lujos. Pero, como señaló Valéry, "tout ce qui fait le prix de la vie est curieusement inutile". El asunto de fondo sigue siendo el mismo: ¿tenemos derecho o no?, ¿es crueldad o no?

La preocupación por el bienestar de los demás seres vivos obtuvo el patronazgo de notables ilustrados -Montaigne, Jeremy Bentham, Schopenhauer...- pero también el refrendo de algunos que mostraron humanitarismo con las bestias y bestialidad con los humanos: las primeras leyes europeas protoecologistas de protección de la Madre Tierra y de los animales fueron dictadas por el vegetariano Adolf Hitler. En cualquier caso, la sensibilidad hacia el sufrimiento de otros vivientes es un signo de la modernidad. A ella se deben medidas piadosas como el peto de los caballos de los picadores (impuesto por el dictador Primo de Rivera) o el suavizamiento de los obstáculos más peligrosos en la carrera del Grand National de Liverpool. No son desdeñables, pese a que ello implica que los animales van desapareciendo de nuestras vidas urbanas -circos, zoológicos- para hacerse sólo presentes virtualmente en los documentales de la televisión. Es una tendencia que continuará y que sin duda también acabará mañana afectando las corridas de toros, si no son abolidas. No revelan acercamiento a la naturaleza, sino el predominio humanista de dos instancias desconocidas en ella: la compasión y la hipocresía. Ambas, en su dialéctica perpetua, espiritualizan nuestra vida. Yo me quedo con el arrebato de Nietzsche en la plaza Carlo Alberto de Turín, abrazado llorando al cuello del viejo caballo fustigado por su cochero. ¿Síntoma de locura o comprensión abismal de la irreductible desdicha de existir?

3/05/2010

Reir, reimos pero lo que cae no es agua


Es sorprendente, acaso no, que una diputada con pretensiones como Rosa Diez, de Unión, Progreso y Democracia, ( a saber lo que entiende ella de esos conceptos tan elevados) suponga que insultando a los gallegos recurriendo a los mas burdos tópicos va a tener rentabilidad electoral, con el mismo criterio podría aludir a la tacañería catalana, a la ignorancia castellana o la desidia andaluza, pero como dice Anxel Vence hoy en El Faro de Vigo, meterse con los gallegos sale gratis, aunque ellos saben que no es agua lo que cae y se lo toman con filosofía, como gente inteligente que son.

Salud

No es lluvia, que es orina

Anxel Vence

Aunque la ciencia haya descubierto recientemente que el semen gallego es el de mejor calidad de la Península (y parte del extranjero), ello no impide que los naturales de Galicia, lejos de alardear, padezcan un grave déficit de amor propio. O de autoestima, para decirlo en la jerga actual. Sufrimos en efecto los galaicos una muy merecida fama de coitadiños que nos lleva a interpretar que llueve cuando alguien orina sobre nuestras cabezas.

Con lo mucho que descargan al año las nubes de este reino es natural que a veces no sepamos discernir si lo que cae es agua o algún menos noble producto de la micción, naturalmente. Sólo así se entiende la escasa –por no decir inexistente– reacción de la ciudadanía a las últimas afrentas propinadas a los gallegos por algunos de quienes ejercen tareas de mando y representación en España.

Basta con hacer un sencillo ejercicio de imaginación. Supongamos, por ejemplo, que el Gobierno de España boicotease abiertamente una ley del Parlamento de Andalucía mediante el recurso al Tribunal Constitucional tras impulsar en Galicia un texto análogo. Conjeturemos que, a mayores, una diputada racialmente española –y no de las de Merimée– despreciase al presidente Zapatero, a su colega gallego Feijóo y al líder de la oposición, Mariano Rajoy, argumentando que todos ellos son "andaluces en el sentido más peyorativo del término". Nada cuesta figurarse la irritación y el rebumbio que tales puyas desatarían sin duda entre los aludidos.

Por fortuna para nuestros compatriotas y –a pesar de ello– amigos del sur, esas dos hipótesis resultan puramente imaginarias y desde luego inimaginables. A ningún político con algo más de dos dedos de frente se le ocurriría cavar su tumba electoral agraviando de tal modo a un reino que, como el andaluz, cuenta con más de seis millones de votantes a menudo decisivos para la gobernación de España.

Con Galicia y los gallegos hay barra libre, sin embargo. El Gobierno que tantas mercedes presupuestarias dedica a Andalucía y Cataluña –territorios de copioso censo electoral– no duda en enmendar aquí toda una ley aprobada por el Parlamento autónomo como la que pretendía la regulación de las cajas de ahorro galaicas. Cualquiera diría que se trata de desautorizar la voluntad de los representantes elegidos por la tribu de Breogán para sustituirla por un oscuro chalaneo a dos bandas; aunque tal vez no convenga tomarse las cosas tan a pecho.

Ciertamente, la Cámara con sede en Compostela no es en modo alguno un órgano de soberanía, pero aun así la actitud del Gobierno recuerda de manera un tanto enojosa a la "doma" de Galicia por los Reyes Católicos. "En aquel tiempo", contaba el historiador Jerónimo de Zurita, "se comenzó a domar aquella tierra de Galicia, porque no sólo los caballeros de ella, sino todas las gentes de aquella nación eran unos contra otros muy arriscados y guerreros".

Poco ha de quedar de ese espíritu temerario y algo insurgente que Zurita atribuía en el siglo XVII a los gallegos del XV, transformados ahora –por lo que se ve– en gente de gran mansedumbre a la que parecen resbalarle por igual los agravios comparativos del Gobierno y las afrentas a secas de una simple diputada. Lo único que permanece invariable a lo largo de los siglos es la abierta colaboración que, entonces como ahora, prestan algunos de los barones con mando en plaza de este reino a los propósitos del poder central.

Esquinada en el mapa, carente de poder económico y con apenas dos millones y pico de votantes que nada pesan en la balanza electoral de España, parece natural que Galicia se resigne a admitir que llueve cuando en realidad está cayendo sobre ella un chaparrón de orines. A nadie debiera extrañar, por tanto, que se haya reabierto la veda de los chistes de gallegos que ahora cuentan las ministras, las parlamentarias y hasta el propio Gobierno. Reír, se los reímos; pero que conste que lo que cae no es agua.