2/16/2017

Dromómanos



Jean-Martin  Charcot, considerado el padre de la neurología moderna, documentó un caso de una persona que había caminado durante mucho tiempo sin recordar por qué lo había hecho ni como había llegado tan lejos, un caso similar a otro caso anterior, protagonizado por un hombre llamado Jean-Albert Dadas que llegó al hospital de Burdeos físicamente exhausto y que no sabía como había llegado allí después de haber caminado a lugares tan alejados como Praga, Viene o Moscú. Solo existen unos pocos casos de Dromomanía documentados, que así se llama a la inclinación excesiva u obsesión patológica por trasladarse de un lugar a otro. La Asociación de Psiquiatría Americana la definió a principios del siglo XX dentro de una serie de psicopatías con el nombre de Travelling Fuge,  o sea, fuga viajera. Una característica que suele acompañar a esta pulsión viajera es que el sujeto adopta una o varias identidades diferentes en el trayecto, lo que nos lleva a pensar que esa curiosidad médica decimonónica tiene una continuación en los tiempos actuales con las imágenes de gente atractiva que se coloca al borde de cascadas y que dice que la vida solo vale la pena si viajamos;  para algunos especialistas, las personas que quieren viajar sin cesar son los que tienen vidas mediocres sin objetivos en la vida. Que cosas…

Sin relación aparente, porque los que viajan en este relato de Almudena Grandes lo hacen conscientemente y con un fin, solo les pesa no tener diez años menos.

Salud camaradas   



Dos escalas en Estambul

Cuando empezó el embarque, las filas de sus asientos los separaron. Ella volaba en una ventana de la fila 39; él, 20 filas más adelante.

SE VIERON por primera vez mientras hacían cola para abordar un vuelo a Estambul, en la terminal 1 de Barajas.
En realidad, ella le vio primero, aunque, una vez establecido el contacto, él fue más insistente. Los dos tenían aproximadamente la misma edad, a uno y otro lado de la barrera de los 50, y ambos viajaban en turista. Ella, profesora titular en una universidad pública, estaba acostumbrada. Él, arquitecto, se había quedado sin plaza en bussiness por la ineficacia de su nueva secretaria, que sólo había podido conseguirle una salida de emergencia a cambio de un precio, eso sí, incomparablemente inferior del que habría pagado por volar acostado.
Ninguno de los dos iba a Estambul, ninguno de los dos lo sabía. Por eso, él pensó que era una pena coincidir con una mujer tan atractiva en un vuelo con escala, y ella lamentó no haberse encontrado con aquel hombre tan interesante en el segundo tramo de su itinerario, un vuelo de casi 12 horas. Cuando empezó el embarque, las filas de sus asientos los separaron. Ella volaba en una ventana de la fila 39; él, 20 filas más adelante.
Mientras intentaban dormir, con resultados dispares, cada uno se acordó del otro con las mismas palabras, qué pena
La escala en Estambul no era muy larga, un par de horas en un aeropuerto casi desierto de madrugada, pero él salió primero y se fue directamente a un bar, donde se tomó dos whiskys seguidos con la esperanza de atontarse lo suficiente para dormir en su vuelo a Japón. Como había wifi gratis, se quedó hasta el último momento, y cuando se sentó en su salida de emergencia, ella ocupaba ya otra ventana, aún más al fondo. Mientras intentaban dormir, con resultados dispares, cada uno se acordó del otro con las mismas palabras, qué pena. Ella no llegó despierta a la cena, pero se espabiló a las cuatro horas. Justo cuando él acababa de dormirse por fin.
No coincidieron en las colas de inmigración. En la cinta del equipaje sí, apenas un par de minutos. Sus maletas salieron casi a la vez, pero sus trayectorias divergieron en la aduana. En la terminal de llegadas, sin embargo, casi tropezaron al dirigirse con idéntica decisión hacia el mismo cartel. Los dos se apellidaban Rodríguez, pero el conductor que sostenía un folio con ese apellido le estaba esperando a él.
–¡Vaya! –ella sonrió antes de imaginar el pésimo aspecto que tendría después de un viaje de 18 horas–. Qué casualidad.
–Sí –él le devolvió la sonrisa mientras pensaba que tenía muy buena cara–. Nos apellidamos igual.
En ese momento, una pequeña comitiva de profesores japoneses se la llevó, casi en volandas, hacia otra puerta de salida. En el último momento, giró la cabeza para mirarle y volvió a sonreír. Él maldijo su suerte en silencio, porque en otras ciudades del mundo habría tenido alguna posibilidad de coincidir con ella, en Tokio no. Tokio era demasiado grande, los trayectos en metro demasiado largos, los lugares donde comer extraordinariamente bien tantos, que pensó que nunca la volvería a ver. Eso era lo mismo que pensaba ella en el coche del director del congreso que la había invitado.
Los dos durmieron seis noches en Japón y, en efecto, no se vieron. Pero los dos tenían billete para volver en el mismo vuelo, siempre con escala en Estambul.
Los dos durmieron seis noches en Japón y, en efecto, no se vieron. Él estuvo todo el tiempo en la capital. Ella fue a Kioto y regresó el mismo día en el que él hizo una excursión a Kamakura. Pero los dos tenían billete para volver en el mismo vuelo, siempre con escala en Estambul.
La segunda fue mucho peor, y no sólo porque era bastante más larga, sino porque llegaron molidos después de doce horas y pico de vuelo y con seis horas de menos, que al llegar a Madrid serían ocho. Allí, al abordar el segundo tramo de su viaje de vuelta, volvieron a verse, pero estaban tan cansados que ninguno de los dos reaccionó. Un rato después de despegar, sin embargo, él se levantó, la buscó y la encontró dormida. Volvió a su asiento, escribió una nota y la dejó, junto con su tarjeta de visita, encima de su bandeja.
Hola, decía. Hace 10 años no habría parado hasta conseguir ligar contigo, pero estoy machacado, demasiado cansado para hacer nada mejor que esto. Me encantaría que me llamaras, un beso.
Al volver a su asiento, cruzó los dedos mientras reconocía, a su pesar, que el problema no eran las horas, sino la edad.
Al despertarse, ella vio la nota y sonrió, pero cuando fue a buscarle, él se había quedado dormido.

Caesar mandavit enemici ab porto Ostiae



Reconozco que es la idea más brillante y peregrina de cuantas he oído últimamente, y el caso es que como se decía antes “la ocasión la pintan calva”, (aunque es un dicho muy antiguo, también es inexacto. “Los romanos tenían una diosa llamada Ocasión, a la que pintaban como mujer hermosa, enteramente desnuda, puesta de puntillas sobre una rueda, y con alas en la espalda o en los pies, para indicar que las ocasiones buenas pasan rápidamente. Representaban a esta diosa con la cabeza adornada en torno de la frente con abundante cabellera y enteramente calva por detrás, para expresar la imposibilidad de asir por los pelos a las ocasiones después que han pasado, y la facilidad de asirse a ellas cuando se las espera de frente.”)
El caso es que aprovechando que el Brexit aleja de Europa a las islas Británicas (que razón tenía Blas de Lezo cuando dijo aquello de “Todo buen español debería mear siempre mirando a Inglaterra” ), y que el inglés debería dejar de ser considerado idioma oficial comunitario, desde diversas instancias se ha propuesto adoptar el latín como idioma oficial que sustituya a toda la babel de  lenguas, la mayoría romances, que complican extraordinariamente los trabajos comunitarios.    





El latín, ¿lengua oficial de la UE?

El éxito editorial de un profesor italiano demuestra que el idioma fundacional de la cultura europea goza de buena salud y podría resucitar como argumento identitario para un continente en horas bajas

Una de las escenas más pintorescas de Il sorpasso (Dino Risi, 1962) concierne al pasaje en que unos sacerdotes alemanes detienen el Alfa Romeo descapotable donde viajan Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant. Se les ha averiado su coche, han pinchado, necesitan un gato, pero no saben cómo explicárselo a sus interlocutores. Y es entonces cuando uno de los curas decide hacerlo en latín: “Elevator nobis necesse est”.

Trintignant, que es francés, explica la problemática a Gassman, que es italiano, pero no puede satisfacer la emergencia de los religiosos. Y les responde inequívocamente: “Non habemus gato, desolatus”.
La escena es ilustrativa de la raigambre del latín en la cultura occidental. De su vigencia como argumento de comunicación. Y hasta de su valor identitario en el acervo de continente, más aún ahora que las presiones de Trump y de Putin han estimulado una suerte de reacción y de orgullo.
El inglés predomina sobre las demás lenguas y es la más extendida en los planes escolares. El problema es que identifica también un sabotaje, el sabotaje del Brexit. Y que podría subvertirse, hasta el extremo de convertir el latín en el idioma hegemónico de la Unión Europea. Tolerando incluso expresiones tan macarrónicas como el “desolatus” de Gassman.
La idea, la provocación, proviene de un profesor italiano, Nicola Gardini, y de la popularidad —de la fiebre— que ha adquirido en su propio país un ensayo, un libro, concebido, en realidad, sin las menores ambiciones comerciales.
Las ha conseguido como si la sociedad estuviera reclamando un ejercicio retrospectivo de autoestima hacia una lengua que está demasiado viva para considerarla muerta. La LOMCE española (2013), por ejemplo, la ha rehabilitado como asignatura troncal del bachillerato, pero el latín también representa un vehículo de comunicación extraordinario en el ámbito del derecho, la medicina, la filosofía, la liturgia religiosa, el ejército, la ingeniería, la arquitectura y el lenguaje cotidiano.
Decimos motu proprio, quid pro quo, de facto, ergo, ex profeso o in extremis, quizá no demasiado conscientes de que estamos evocando un hito fundacional de la cultura europea cuyo aliento todavía relaciona sobre el asfalto a un cura alemán con un latin lover italiano.
Es el contexto en el que ha resultado providencial la publicación de Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile. Ocho ediciones lleva la iniciativa de la editorial Garzanti, y el título no requiere de traducción al español, precisamente por la raíz común del idioma. Y porque España fue uno de los territorios más fértiles de la romanización, y también más dotados en la exportación de talentos al imperio. No ya por las figuras de Adriano o Trajano en la nómina de los emperadores, sino por la envergadura de filósofos y escritores que contribuyeron a enriquecer el latín.
Nicola Gardini destaca a Séneca. Y se congratula de la felicidad que nos ha proporcionado el maestro estoico. Tanto en la forma cristalina de su literatura como en los matices conceptuales. Vivir el presente —aunque el carpe diem es de Horacio—, eludir la superstición de la esperanza, disfrutar lo que tenemos mucho más que frustrarnos por aquello que nos falta.
“El latín de Séneca”, escribe Gardini, “es el reflejo directo de su lucidez y de su propensión a la síntesis, va derecho al meollo de las cuestiones, sin complicaciones, sin alzar la voz. Un latín espontáneo. Un latín de quien medita y de quien transforma las ideas en reglas de vida”.
Es el antagonismo perfecto a la retórica ampulosa de Cicerón, aunque Gardini no se la reprocha. Todo lo contrario, le atribuye un valor muy superior al artificio lingüístico. Sostiene que Cicerón dice las cosas adecuadas de la manera adecuada. Y que su oratoria es una ciencia de las emociones, pero también el medio desde el que se desglosa un sistema de valores. “Hablar bien es una filosofía. Escribir bien es una manera de hacer el bien. Y Cicerón lo ha demostrado, exponiendo su propia elocuencia al servicio de una sociedad amenazada por la tiranía. Fue el enemigo jurado de cualquier despotismo y fue un heroico portavoz del Senado. Su arma fue una palabra: libertas” (libertad, si es que la traducción hace falta).
Regresar al latín, a juicio de Gardini, no sería una regresión ni una extravagancia anacrónica, sino un recurso de Europa para reconocerse en su identidad y en el idioma que la ha estructurado en su idiosincrasia civilizadora. Escribir y hablar en latín nos haría buenos, como Cicerón. Y obscenos, como Catulo. Y conmovedores, como Virgilio. Y profundos, como Lucrecio, aunque este monumento de la lengua latina nunca se hubiera engendrado sin la evangelización de Catón (234-149 antes de Cristo) y de Plauto (250-184 antes de Cristo). Sujetaron ellos las columnas del idioma, predispusieron el primer hálito de un prodigio que ha sobrevivido mucho más allá de su tiempo y de su espacio. Lo demuestran las misas pontificias y las patadas que le damos al diccionario latino (de motu propio, a grosso modo, el quiz de la cuestión…), tanto como lo hacen la adhesión al idioma en que llegaron a significarse por los siglos de los siglos Patriarca, Milton, Ariosto, Tomás Moro, pero también Rilke, Montale, Beckett, Joyce o Jorge Luis Borges.
“No sin cierta vanagloria, había comenzado en aquel tiempo el estudio metódico del latín”, escribió el sabio argentino. Evoca la frase Gardini al inicio de su ensayo. O habría que decir en el incipit, pues cualquier libro está lleno de expresiones y abreviaciones latinas (circa, sic, op. cit.), como los garbanzos que el profesor italiano nos ha puesto por delante para seguir el camino hacia “la plenitud cultural” y la resistencia ciceroniana.
“Hay que estudiar latín”, concluye Gardini, “no sólo para disfrutar, sino además para educar el espíritu, para darle a las palabras toda la fuerza transformadora que se aloja en ellas”. Y para entenderse con un cura alemán que está tirado con el coche en la carretera. Y decirle: “Desolatus”.