1/19/2012

Arquitectura milagrosa


Hemos de convenir que, al margen de los grandes arquitectos estrella y de los movimientos estéticos con nombres rimbombantes, como funcionalismo, racionalismo, brutalismo, postmodernismo, deconstructivismo, Hig tech, regionalismo crítico, conceptual...etc., había que obligar a todos los arquitectos a vivir una larga temporada en los pisos y casas que realicen, para que comprendan el alcance y las consecuencias de sus elucubraciones sobre la vida doméstica y la estabilidad familiar. Ajenos a la realidad, se premian entre ellos a ver quien hace el chalet con los aleros más pequeños o la cubierta invertida en el clima más lluvioso, o la escalera más estrecha y oscura o el bajo cubierta menos habitable. Como ejemplo de una soberbia muy extendida en la profesión, y sintomático de una superioridad que se atribuyen, se resisten a retirar una ridícula visera construida sobre un palacete del siglo XIX que han restaurado como sede del Colegio profesional en Oviedo, a pesar de que el tribunal Supremo le obligara a ello, después de un largo pleito con los sufridos vecinos.

Sobre los otros arquitectos, los "estrellas", alguno de ellos bien conocido en Oviedo, y también sobre sus "mecenas", ha escrito Muñoz Molina no hace mucho.

Salud

P.D.: He estado esta semana en una conferencia-presentación de un libro sobre los Astures y las minas de oro, y al margen de algunas consideraciónes sobre el autor del libro, ha salido en el debate el término "Ginecocracia", referido a la organización social que Estrabón adjudicó a las tribus Cántabras, y por extensión a los Asturies. Creo que tendremos oportunidad de hablar sobre esto.


Milagros ruinosos
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 07/08/2010

Hay muchas diferencias entre el trabajo de los arquitectos y el de los escritores, pero a mí me llaman especialmente la atención dos de ellas. La primera, la escala diversa de nuestras equivocaciones: una novela mala no hace mucho daño, y se olvida muy pronto; un edificio atroz o una plaza mal diseñada pueden ser un tormento para la vida práctica de muchas personas durante muchísimo tiempo. La segunda diferencia es que a un escritor casi nunca deja de alegrarle que se critique a un colega en su presencia, mientras que un arquitecto, si oye a un lego criticar a otro arquitecto, de manera inmediata sale en su defensa, con una mezcla muy curiosa de altanería y condescendencia. Con raras excepciones, los arquitectos piensan que el hecho de que casi todos nosotros nos veamos afectados muy directamente por los trabajos que hacen no nos da derecho a opinar sobre ellos. Si decimos algo negativo, o inconveniente, nos mirarán de inmediato como a penosos retrasados mentales. Igual que padres benévolos, pero firmes, ellos saben mucho mejor que nosotros mismos lo que más nos conviene. Sonríen con fatigada paciencia cada vez que nos quejamos de sus plazas sin árboles pavimentadas de cemento o granito, tan adecuadas para los climas mesetarios y para las fotos de las revistas de arquitectura, de sus bancos públicos sin respaldo, o con respaldo en forma de afilada cuña metálica.


Yo no sé si a Llàtzer Moix los veinte años que lleva escribiendo sobre arquitectura en La Vanguardia le conceden alguna autoridad a los ojos de un gremio tan quisquilloso, pero el viaje que ha hecho por la España de los arquitectos estrella, la apoteosis del pelotazo y las obras descomunales y con mucha frecuencia insensatas que se han ido levantando en los últimos diez o quince años, quedará como la crónica veraz de un tiempo que muy pronto se verá muy lejano y se habrá vuelto imperdonable. El libro de Moix, Arquitectura milagrosa, es a la vez un relato escrito en el presente del mejor periodismo y el testimonio de un pasado que la quiebra de la economía ha precipitado a la ruina. Lo propio de los espejismos, incluso los colectivos, es su fugacidad. Ayer mismo políticos idiotizados por la vanidad y la sensación de poder seguían sintiéndose emperadores o príncipes de las artes al pagar cualquier precio a las estrellas internacionales de la arquitectura. Para esos arquitectos, dice Llàtzer Moix, "España ha sido, y es todavía hoy, algo parecido al paraíso terrenal". Parecía que no hubiera límites, ni para la escala de las edificaciones ni para los presupuestos destinados a ellas, y menos aún para las minutas de los arquitectos, divos globales que viajan en jet privado de un extremo a otro del mundo, requeridos y halagados por dictadores de Asia Central, magnates ex comunistas del petróleo, jeques del golfo Pérsico, alcaldes y presidentes autonómicos españoles.

El origen de todo, explica Moix, fue el éxito del Guggenheim de Bilbao. Porque el edificio de Frank Gehry se convirtió en un triunfo casi instantáneo no hubo ya alcalde o aspirante a sátrapa regional que no aspirara a repetir el ya cansino efecto Guggenheim. Por algún motivo uno de los efectos del poder, incluso en una democracia, es la inclinación a los proyectos que llevan adherido como con una pinza el adjetivo faraónicos. No hay gerifalte que no aspire a la aparatosa inmortalidad de un gran mausoleo. La escala, no la utilidad, es lo que importa. Y como el esplendor funerario ya no es aceptable como coartada para el grandilocuente disparate, ahora se lo adorna con la legitimidad de la cultura. Los dos capítulos más cómicos y más desoladores del libro de Moix tratan precisamente de dos centros "culturales" agigantados en una metástasis de arbitrariedad y despropósito: la Ciudad de las Artes y las Ciencias, en Valencia, y la Ciudad de la Cultura, de Santiago de Compostela. Un auditorio, un teatro, un museo, ya no son suficientes para la megalomanía de los políticos y los arquitectos: han de levantar ciudades enteras, como Akenatón en el desierto egipcio, como los príncipes incas en Machu Picchu.

La "Ciudad" valenciana, obra íntegra del inagotable Santiago Calatrava, estaba previsto que costara, en los primeros años noventa, 30.000 millones de pesetas, unos 175 millones de euros; en 2007, todavía muy lejos de su terminación, se habían invertido ya en ella 1.137 millones de euros. Su edificio central, el Palau de les Arts, tiene forma, según Moix, "de huevo, de cabeza de tiburón, de coleóptero, de casco de ciclista". En 2008 su mantenimiento anual suponía ya 30 millones de euros. A Calatrava, que se ve a sí mismo como un Leonardo diestro por igual en todas las artes, y a sus patronos, sin duda semejantes a los Médicis, las preguntas sobre dinero les irritan. ¿Nos preguntamos ahora cuánto costaron las catedrales góticas, las pirámides de Egipto? A Michael Bloomberg, el plutócrata alcalde de Nueva York, que se gasta sin pestañear cien millones de dólares de su bolsillo para pagarse él solo una campaña electoral, Santiago Calatrava le parece un arquitecto caro: no así a las autoridades autonómicas de Valencia.

En Galicia, Manuel Fraga también quería levantarse un monumento a sí mismo, quizás inspirado por el ejemplo del Valle de los Caídos en el que tanta ilusión puso su paisano y antiguo superior jerárquico. De nuevo había que reclutar a un arquitecto estrella, en este caso Peter Peter Eisenman. En las afueras de Santiago, una ciudad de 90.000 habitantes, la otra Ciudad de la Cultura ocupa una parcela de 700.000 metros cuadrados. Nadie hizo un estudio serio de la demanda a la que tendría que atender, o de las carencias que hubiera debido corregir. En 1999 su presupuesto, calculado más bien a voleo, era de 108,2 millones de euros: en 2007 ya se predecía que iba a costar más de 500 millones. En uno de esos rasgos de humildad que caracterizan a las estrellas del oficio, el arquitecto Peter Eisenman aseguró que cuando esté terminada su grandeza sólo será comparable con la del Escorial.

Moix es un cronista meticuloso, más propenso a la ironía que a la ira. En su galería de barbaridades, que es la historia de un país lanzado a una espiral de delirio por el mangoneo y la corrupción política y la efervescencia de la especulación inmobiliaria, resaltan más algunas opiniones razonables, como la del arquitecto Patxi Mangado: "Quiero que mis edificios sean un paradigma de la arquitectura comprometida, donde confluyan el uso sensato de materiales y recursos, la inteligencia ingenieril y la lógica del diseño. La belleza debe basarse en la inteligencia de la actuación. Lo demás son estridencias, caligrafías extremas hoy en boga".

Llego al final del libro y me sorprende una ausencia: la de cualquier síntoma de rebelión ciudadana ante tanto despilfarro. En una democracia sin pulso cívico ni controles legales efectivos de la acción política cualquier aspirante a sátrapa regional o municipal sabe que sus abusos quedarán impunes. Y quizás si alguien prestara atención a las voces de las personas comunes que han de sufrir o disfrutar la arquitectura los disparates no llegarían tan lejos. -

Arquitectura milagrosa. Llàtzer Moix. Anagrama. Barcelona, 2010. 257 páginas. 18 euros. antoniomuñozmolina.es

1/04/2012

Keynes y las tórtolas

Duelo sin fin entre economistas, por un lado el nobel Paul Krugman dice que "Keynes tenía razón":
"La expansión, no la recesión, es el momento idóneo para la austeridad fiscal". Eso declaraba John Maynard Keynes en 1937, cuando Franklin Delano Roosevelt estaba a punto de darle la razón, al intentar equilibrar el presupuesto demasiado pronto y sumir la economía estadounidense -que había ido recuperándose a ritmo constante hasta ese momento- en una profunda recesión. Recortar el gasto público cuando la economía está deprimida deprime la economía todavía más; la austeridad debe esperar hasta que se haya puesto en marcha una fuerte recuperación..." http://www.elpais.com/articulo/economia/Keynes/tenia/razon/elpepieco/20120103elpepieco_9/Tes
Por otro los anti Keynesianos dicen que ni idea:

"Me hace mucha gracia la reciente beatificación del Nobel Paul Krugman por parte de algunos (tirando ya a muchos). K. ha publicado hoy un artículo en El País diciendo que Keynes tenía razón y que en época de crisis, la receta de la austeridad provoca más crisis. Bien. Eso es así. Pero mi duda es ¿cuál es la alternativa?

El Estado español se gasta cada año casi 500.000 millones e ingresa algo menos de 400.000 millones (redondeo grueso). Ese dinero que falta (unos 100.000 millones) hay que pedirlo prestado a los inversores. Llega un momento en que acumulamos tanta deuda y nuestro déficit se reduce tan lentamente (si no es que crece), que el interés que nos piden los inversores es insostenible y no podemos acudir al mercado a pedir dinero sin agravar todavía más el problema (véase Grecia, Irlanda y Portugal, y tal vez España e Italia si el BCE no hubiera comprado bonos).

Entonces es cuando tenemos un problema gordo. No hay dinero para pagar y no podemos pedir prestado. ¿Qué hacemos? "¡Seguir gastando, estúpidos!, que lo dice Krugman". Pero yo me pregunto ¿y quién paga esos gastos? ¿Qué parte de "ni hay dinero ni nos lo prestan" no hemos entendido?..." http://www.expansion.com/blogs/roig/2012/01/03/que-lo-ha-dicho-krugman-una-reflexion.html

Y nosotros en el medio de la tormenta sin saber si debemos quedarnos en casa y no gastar ni en pipas o fundir los ahorros (?) en un viaje o hacer esa obra de casa que tenemos pendiente. Mientras, las tórtolas turcas nos invaden sin saber siquiera si son comestibles...

La tórtola turca

El canto de un ave como aliciente para profundizar en el conocimiento







La tórtola turca
FRANCISCO GARCÍA PÉREZ Soy portador de buenas noticias: el mundo no se acaba en este 2012 y la curiosidad cultural sirve para no aburrirse nunca. Voy por partes. Este verano, hallándome en las soledades de un balneario, noté que me perseguía, allá adonde fuese, el canto o la voz o lo que fuere de un pájaro. Decía dos veces seguidas «cu», pausaba un segundo y remataba con un tercer «cu». Durante los desayunos salutíferos, los paseos entre encinas, los vapores y baños curativos, las siestas sin sobresalto, las tardes al sol, las noches en vela lectora, allá donde estuviese, oía y escuchaba el «Cucú... cu». Rompiendo mi voto de silencio, telefoneé al naturalista Luis Mario Arce, que es quien más sabe de pájaros. Oculto, muerto de ridículo, imité el «Cucú... cu» dichoso y le pregunté de qué ave se trataba: «Es una tórtola turca, sin duda», sentenció Arce. Pero un servidor, que, en su ignorancia, no distingue una tórtola de un buzón de correos y no tenía ni idea de que Turquía produjese tales animales, echó mano de su curiosidad, pasó las horas entretenidísimo y se sosegó sobre el fin del mundo sabiendo que la «Streptopelia decaocto» no decía en griego «diecinueve».

Originaria de Asia Menor, dicen que la primera tórtola turca se vio en Asturias en 1960 y que veinte años más tarde había conquistado toda la península Ibérica, de donde pasó a África y Canarias. Dicen también que, desde siempre, se vio como una maldición... suavizada. En «Bichos y demás parientes», el entretenidísimo Gerald Durrell escribe al respecto: «Al cabo, la altura y el calor del sol nos decían que era hora de almorzar, y volviendo a nuestros olivos nos sentábamos a comer y a beber gaseosa, arrullados por el soñoliento canto de las primeras cigarras del año y el suave cucú interrogante de las tórtolas turcas. "En griego -dijo Teodoro, masticando metódicamente su emparedado- la tórtola turca se llama 'deka-octur', ¿sabe?, 'dieciochera'. Cuenta la leyenda que cuando Jesucristo subía al Calvario con la cruz a cuestas, un soldado romano, viéndolo exhausto, se apiadó de Él. A la vera del camino estaba una vieja que vendía leche, conque el romano fue y le preguntó que a cómo vendía la taza. Ella le contestó que a dieciocho monedas. Pero el soldado no tenía más que diecisiete. Así que trató de convencer a la mujer de que le diera una taza de leche para Cristo por diecisiete monedas, pero ella, codiciosa, no quiso bajar de las dieciocho. Conque, cuando Cristo fue crucificado, la vieja quedó convertida en tórtola, y condenada a repetir 'dekaocto, dekaocto' (dieciocho, dieciocho), hasta el fin de sus días. Si alguna vez consiente en decir 'dekaepta' (diecisiete), recobrará su forma humana. Y si, por empecinamiento, dice 'dekaennaea' (diecinueve), entonces se acabará el mundo». No conforme con tan grata nueva, pues les aseguro a ustedes que, oído aguzado, no decía la tórtola «diecinueve», ni en griego ni en español, me entregué a buscar la etimología de «tórtola», del latín «turtur», el cual, en cierta zona de Italia, derivó en los apodos de «Turturo» y «Tortore», que, más tarde, derivaron en apellidos e incluyeron la variante «Turturro». Como no podía ser de otra forma, fui recordando películas y escenas del actor John Turturro, uno de mis preferidos: el protagonista de «Barton Fink»; los pocos minutos en que interpreta al descacharrante Jesús Quintana, vestido de morado o de azul, en «El gran Lebowski» y que valen por doce películas; el Bernie Bernbaum de la grandiosa «Miller's Crossing» (¿recuerdan?: «¡Mira en tu corazón, mira en tu corazón!»); el perplejo e idiotizado y extraordinario Pete de «O Brother».

Aún con la sonrisa puesta, salí a darme un paseo. Anochecía ya en el balneario. Un par de clientes comentaron a mi paso: «Es que no sabe uno qué hacer aquí, coño, no hay nada; qué aburrimiento». La verdad, pensé, es que no entiendo muchas veces al personal. Curiosidad, investigación, cultura: ¿quién demonios se puede aburrir con esos ingredientes?