12/19/2006

Desmemoria

Dice hoy en un articulo en El Pais Jose Antonio Martin Pallin que "los dictadores no tiene amparo en la posible prescripción de sus crimenes. Para ellos el tiempo no es el olvido. Un golpe de estado contra la democracia es un hecho historico pero nunca será un acto legítimo (...) Franco no ha muerto, está presente en estatuas, calles y fundaciones legalmente constituidas. Su nacional catolicismo, única estrategia politica que habilmente mantuvo hasta su muerte, se ha perpetuado en la cúpula del Episcopado (...) ahora que hemos superado nuestra impericia para vivir en democracia, ha llegado el momento de rescatar el valor superior de la justicia para los que murieron o vivieron sojuzgados durante la larga dictadura...

Abunda argumentos en su articulo ("la sombra de Franco es alargada") a favor de la anulacion de los Consejos de guerra sumarisimos y no duda en calificar a la propuesta de Ley que presenta el gobierno como "vergonzante", sin duda por que atribuye a la justicia valores a los que no siempre ha sido fiel.
Lo cierto es que al Gobierno en cierta medida se le ha ido de las manos una propuesta que pretende devolver la dignidad a los perdedores de la guerra civil, (una dignidad que nunca habian perdido, por supuesto) y tambien afecta a algunos casos del bando ganador, con lo que cerrar las heridas de setenta años de desmemoria y acabar con el mito de una transición "tan ejemplar". Y se le ha ido de las manos porque a la negativa, esperada, de la derecha en la oposición, que en buena medida es la heredera sociologica del régimen de Franco, le ha acompañado la de los comunistas de IU y la Esquerra republicana, que estan en la linea de Martín Pallin. Y a pesar de todo seria necesario, como dice Argüelles-Meres
en LNE "que dejásemos de ser la historia de una angustia. O, si se quiere, que fuésemos capaces de mirar hacia nuestra historia sin angustia, sin miedo, sin conjuros, oxigenando nuestra conciencia histórica con el viento fresco, nunca airado, de la democracia".

Salud


Historia de una angustia
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES

Con rigor y con dolor y -acaso- temblor, Américo Castro desarrolló en varios libros suyos la tesis de que España era la historia de una angustia. Para ello, se remontaba a un tiempo en que muchos españoles, algunos de ellos entre los más excelsos, como Cervantes y Mateo Alemán, se vieron obligados a mostrar no se sabe bien qué pureza de orígenes, de pensamiento y de obra. Hubo un tiempo, que duró demasiado, en que «este país» se empeñó en ser «una anormalidad histórica». Tiempo que empieza, con lo que Ortega dio en llamar con buen criterio «la tibetización de España». Hubo un tiempo, ya mucho más cercano, de correajes, bigotes y gafas oscuras, que esgrimían, «prietas las filas», el discurso de haber sido víctimas de aquellas terribles «hordas rojas». Con semejante impedimenta y con tan contundente discurso, se conquistaron prebendas sobre el silencio de un vidrio que crujía en las cárceles y en el exilio, también en el exilio interior. Hubo un tiempo, más próximo aún, de antiguos progres de pacotilla, pasados todos por la batidora del París sesentayochista, que adujeron haber sufrido represalias de todo tipo, que se inventaron pasados rojos frente al franquismo, que se autoproclamaron héroes de una lucha que, en la mayor parte de los casos, no fue la suya, que se pusieron la susodicha etiqueta de héroes sin saber ni de lejos qué había escrito Thomas Carlyle al respecto.

Y hay un tiempo, como el presente, en que, de una u otra forma, parece emerger un empeño común en declararse demócrata de toda la vida. Ello, a pesar de quienes fueron entusiastas del régimen de Franco. Ello, a pesar de quienes, como dijimos más arriba, se inventaron un pasado de lucha por la democracia que jamás llevaron a cabo. Ello, a pesar, en el otro lado del espectro, de quienes fueron estalinistas convictos y confesos, llamando «cerdo» a Solzhenitsin. Y ahora resulta que siempre fueron demócratas de pro.

Historia de una angustia. Digámoslo al orteguiano modo. Aquí tiene que haber «conciencia histórica», que no se alcanza negando el pasado, que no se adquiere con la encomienda de considerar revanchista el afán de quienes luchan en pro de que se conozcan los crímenes del franquismo, tanto durante la guerra civil como a lo largo de la dictadura. ¿O es que este país no debe recordar a sus muertos?

Un estudioso de la figura de Santiago Casares Quiroga cuenta que hubo una autoridad franquista que en su momento decidió borrar el nombre del dirigente republicano del registro civil, pues tal organismo tenía como objeto que en él figurasen personas. Por lo que se ve, el padre de una las grandes actrices europeas del siglo XX no alcanzó la condición humana. Siendo Serrano Súñer ministro de uno de los primeros Gobiernos de Franco, consideró en una de sus entrevistas con dirigentes nazis que los republicanos que estaban en campos de concentración no eran españoles. Se colige que tampoco alcanzaban la condición de seres humanos.
¿No está España, en tanto que país democrático, en la obligación de rendir honores de dignidad ciudadana a aquellos que fueron víctimas, de una u otra forma, de la dictadura? ¿Qué heridas puede reabrir tal cosa en un Estado que tiene la democracia como bandera?

Historia de una angustia. Transcurridos 75 años de la proclamación del que fue el único Estado no lampedusiano de la historia contemporánea de nuestro país, se insiste mucho en que aquél fue un período oscuro y triste, de cuyos errores, excesos y desmanes se derivó la guerra civil. Tal argumentación supone, a las claras, un salvoconducto al franquismo, como algo irremediable, como si sólo la República fuese la única responsable de aquella guerra que conmovió al mundo.
Si de anormalidades históricas hablamos, no sé hasta qué punto serán conscientes los detractores de la II República de que lo que aquel Estado significaba era -mutatis mutandis- lo mismo que defendieron los países que resultaron ganadores en la II Guerra Mundial. Conciencia de nuestras «anormalidades» en materia histórica con respecto a la Europa de la que formamos parte.
Historia de una angustia. ¿Cómo asumir la condición de país democrático si hay una incapacidad manifiesta para condenar la dictadura que lo precedió? ¿No somos capaces de extraer lecciones acerca de lo acaecido allende nuestras fronteras, como es el caso reciente de Chile tras la muerte de su tirano?
De otro lado, sin entrar ahora a emitir juicios sobre lo que fue la transición, tan sólo me permito recordar que la obra llevada a cabo entonces es, como cualquier otra, mejorable. En el supuesto de que no fuera procedente entonces entrar de lleno en lo que pudiera ser la historia más reciente, ello no tendría por qué significar que tal omisión fuese para siempre. Con perdón, reparemos en estas palabras de Azaña: «Un pueblo en marcha, gobernado con un buen discurso, me lo represento de esta forma: una herencia histórica corregida por la razón». La transición puede ser corregida, al menos por sus omisiones.
Por lo demás, sería muy deseable que dejásemos de ser la historia de una angustia. O, si se quiere, que fuésemos capaces de mirar hacia nuestra historia sin angustia, sin miedo, sin conjuros, oxigenando nuestra conciencia histórica con el viento fresco, nunca airado, de la democracia.
Habría que incorporar a «la libertad sin ira» de la transición «la historia sin angustia» que ahora tanto y tanto necesitamos.

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