12/14/2006

Se diga lo que se diga, que bonito es un entierro...

Habian querido hacer un entierro bonito como aquel :

"se diga lo que se diga
que bonito es un entierro
con sus caballitos blancos
con su caballitos negros,
con su cajita de pino
con su muertito dentro"

pero les salió una manifestación contra de la democracia en palabra de una hija y de un nietito de nombre Augusto y ya ex-capitan del ejercito chileno, afortunadamente. Solo faltó Fungairiño porque tambien Fraga se unió al cortejo.


Una Vida de retrete
J. L. Alvite
Suelo escribir sobre cosas que me pide el cuerpo. En esta ocasión lo haré sobre algo que me pide la conciencia. Me refiero al fallecimiento de Augusto Pinochet, un criminal que tuvo la suerte de que la muerte le visitase en cama, como si se tratase de la rutinaria visita de una aburrida enfermera a cuyo tacto notarial le hubiese confiado la familia la sutil delicadeza de cerrarle los párpados a un tipo que tendría que haber muerto de otro modo, tal vez como murió Musolini, cuyo cadáver fue colgado de las patas en una gasolinera después de haber sido arrastrado como una estera por el empedrado de las calles, o como sucumbió Adolf Hitler, que se quitó la vida en el bunker del Reichstag seguramente porque su soberbia de criminal no le permitía afrontar el bochorno histórico de un juicio del que con toda seguridad habría salido a hombros del implacable pelotón de fusilamiento. Pinochet murió en cama y de un fallo coronario, acurrucado entre los suyos, que sabían que su cadáver era el único sitio en el que podría esconderse impunemente alguien como él. Hay quien se conforma con la posibilidad de que el criminal chileno sea algún día severamente juzgado por la Historia. ¡Bobadas! La Historia no causa el dolor que Pinochet se merecía haber sentido en vida. No es admisible que los jueces deleguen sus funciones en la Historia, cuya jurisdicción es siempre lenta y caprichosa, de modo que en sus bandazos puede un hombre ser mártir hoy y tirano mañana. A Pinochet tendrían que haberle apretado las tuercas en vida hasta hacerle sentir en los huevos, como si fuesen espuelas, los prendedores de las condecoraciones que blindaban el pecho de su cadáver en el momento en el que su ayuda de cámara le puso al difunto toda aquella ferretería castrense con la que mismo parecía la odiosa publicidad de un perista. Pero el muy hijo de perra tuvo la suerte de morir en cama, caliente y rodeado de los suyos, como si aun se pudiese permitir el gesto arrogante y marcial de presidir su propio duelo. Después se consintió que el Ejército le tributasen los máximos honores en una bochornosa ceremonia que no hace sino empobrecer la dignidad de los militares que le rindieron pleitesía a un tipo que por su trayectoria sólo se merecía la suerte de ser enterrado en el cadáver de un cerdo, una vez que, previo soborno, se hubiese obtenido el permiso del bicho.

Por lo visto, la familia dispuso la cremación de sus restos mortales, con lo cual va a resultar que si sueltan el polvo en el paisaje, la muerte de Pinochet no nos va a suponer un alivio sicológico sin causar al mismo tiempo un incómodo impacto ambiental. Personalmente me trae sin cuidado cual sea el destino de los restos del dictador chileno, aunque me preocupa que si arrojan sus cenizas al mar, pueda encontrarme su mirada en los ojos apátridas de cualquier abadejo. Estoy bien lejos de la indulgencia con la que acogió Manuel Fraga la noticia de la muerte de un fulano a quien el ex presidente de la Xunta sólo le reprocha la eventualidad de haber cometido "algún exceso". A mi me parece que el único exceso inocuo de la vida de Pinochet fue el confortable exceso de morir en cama sin haber sentido en la memoria de su carne el doloroso y sangrante recuerdo de la carne de sus millares de víctimas. Que Manuel Fraga califique de "algún exceso" la matanza hecha por Pinochet sólo se puede explicar si se acepta que, a cierta edad y en determinados personajes, la decencia sólo puede ser considerada un surrealista achaque de la vejez. Nadie se merece a un tipo como Augusto Pinochet. Nadie, ni siquiera los gusanos, porque sólo los gusanos ciegos se atreverían a comer el cadáver de alguien así sin abrirse a arcadas. Por suerte para ellos, el cuerpo de Pinochet ha sido reducido a cenizas. Y con otro poco de suerte, el polvo caqui del tirano podrían bebérselo los suyos confundido durante la sobremesa con el café soluble. Y entonces, muchacho, entonces Pinochet acabaría entre las heces en un retrete, que es una cosa de la que siempre careció la Historia, seguramente porque la Historia, amigo mío, le hace siempre a los criminales el favor de convertir su mierda en legajos...

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