8/30/2007

El hombre que plantaba árboles

Valle de Caleao, Caso. Foto: A. Alvarez
Dejó Martin Luther King una frase que resume su esperanza en el ser humano y en la posibilidad de cambiar las cosas: "Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un arbol", que en su acepción literal se ha vuelto una necesidad urgente a la vista de lo que está pasando con nuestros bosques, y con nuestro medio natural en general. La repeticion de incendios en bosques, que han tomado durante los ultimos años naturaleza de catastrofe por la amplitud y los daños causados, los casos recientes de las Islas Canarias y en el Peloponeso griego demuestran la incapacidad de los poderes publicos y de la sociedad que deberia presionar en ese sentido, para invertir esta tendencia y tomar en serio una cuestion que se ha vuelto vital en un futuro a medio plazo. En un informe reciente sobre los incendio en España, la organización Greenpeace señalaba a los culpables del desastre, con datos objetivos que no dejan lugar a dudas, el "ranking" de protagonistas lo encabeza el agricultor, como responsable del 31 % de los incendios provocados, seguido del ganadero, con el 21,5 %, es decir que mas de la mitad de los incendios en el monte estan provocados por un tipo especifico de agricultor y ganadero de ese medio rural. El resto de incendios se atribuye a un grupo diverso entre los que estan los cazadores, los imprudentes, los movidos por intereres madereros, urbanisticos u otros, tambien debidos a piromanos o asociales. Naturalmente las asociaciones agrarias y ganaderas han protestado de los resultados de este estudio aduciendo que ya ha habido un cambio de mentalidad respecto a estos comportamientos y que los que hacen el estudio son "urbanicolas" que desconocen el medio rural, pero cabría preguntar si ese cambio de mentalidad se ha sustanciado en la defensa efectiva del bosque que consideran suyo, tal como nos cuenta la extraordinaria historia del pastor Elzeard Bouffierd.

Salud

El hombre que plantaba árboles

Por Juan José Hoyos

¿Cuál es la persona más extraordinaria que usted ha conocido? Cuando los editores de una revista le hicieron esta pregunta, Jean Giono tenía 58 años y había escrito casi todos sus libros. Había sido soldado del ejército francés, había estado preso dos veces y había conocido a grandes hombres de las letras y la política en Francia y Europa. Sin embargo, en su respuesta, no mencionó a ninguno de ellos. Recordó a un viejo campesino de Provenza llamado Elzéard Bouffierd, que conoció cuando tenía 18 años.

Giono nació en 1895 en Manosque, una pequeña ciudad de Provenza, situada en las montañas de los Alpes, en el sur de Francia. Su padre era un zapatero de origen italiano y su madre, una lavandera. En 1939, cuando ya era un escritor conocido en Europa, Giono fue encarcelado por negarse a combatir como soldado en la Segunda Guerra Mundial. En 1944 fue apresado de nuevo por su supuesta colaboración con el gobierno de Vichy. Al salir de la cárcel, en el país donde se proclamaron los Derechos del Hombre, se le prohibió publicar sus obras por varios años. Giono regresó a Manosque y siguió escribiendo. Entonces ya sabía, como dice uno de sus personajes, que la felicidad del hombre está en un pequeño valle.

Jean Giono conoció a Elzéard Bouffierd en 1913, durante un largo viaje a pie por las montañas de los Alpes. El paisaje que entonces vieron sus ojos eran unos páramos secos donde sólo crecían algunos arbustos. Luego de caminar tres días buscando agua, encontró un caserío en ruinas donde no había rastro de vida. Caminó cinco horas más y sólo halló hierbas leñosas. De pronto adivinó a lo lejos una silueta. Cuando se acercó, vio que era un pastor con un rebaño de ovejas. El hombre le dio agua de su cantimplora y lo llevó al aprisco. Tenía algo más de 55 años y vivía en una casa abandonada que había reparado con sus manos. Con ellas también había cavado un pozo de donde sacaba el agua para él, sus 30 ovejas y su perro. La casa estaba limpia y ordenada. El pastor hablaba poco. El pueblo más cercano se hallaba a un día y medio de camino y estaba habitado por cuatro o cinco leñadores que cortaban los árboles para fabricar carbón de leña que luego llevaban en camiones a las ciudades. En la región soplaba un viento seco y frío que según la gente provocaba suicidios y ataques de locura. Mientras descansaban, el pastor fue a buscar una bolsa y echó sobre una mesa un montón de bellotas.

Enseguida se puso a mirarlas y a separar las buenas de las que estaban pequeñas y agrietadas. Las contaba de diez en diez. Cuando completó cien, cerró la bolsa y se fueron a acostar. Al día siguiente, Giono le pidió permiso para quedarse en la casa un día más.

Sentía que la presencia del pastor le daba paz. Esa mañana, el hombre mojó la bolsa con las bellotas, sacó el rebaño del aprisco y lo llevó a pastar. Como bastón, llevaba una vara larga de hierro. Giono lo siguió. El pastor dejó las ovejas en el fondo de un valle, bajo el cuidado de su perro, y caminó hacia una colina. Allí clavó su barra en la tierra, hizo un agujero, enterró una bellota y luego la tapó. Estaba plantando encinas. Giono le preguntó si la tierra era suya. Él dijo que no. Le preguntó si sabía quiénes eran sus dueños. Él dijo que no. Suponía que era una tierra comunal pero dijo que no estaba interesado en conocer los propietarios. Y siguió plantando bellotas. Giono recordó cuando era niño y su padre lo llevaba a pasear por el campo los domingos. Antes de salir, llenaba de bellotas sus bolsillos y luego las plantaba en la tierra a medida que caminaban.

Después del almuerzo, el pastor buscó el saco y echó sobre la mesa otro montón de bellotas. Mientras las separaba, se pusieron a conversar. Hacía tres años que plantaba árboles en esa tierra de nadie. Había sembrado 100 mil árboles. De ellos, habían nacido 20 mil. Las plagas acabaron con la mitad. Quedaban vivos 10 mil. El pastor se había ido a vivir a esos campos de soledad con sus ovejas y su perro, después de la muerte de su mujer y de su hijo. Como no tenía ocupaciones importantes y vio que la tierra moría por falta de árboles, resolvió ponerse a sembrar semillas. Dijo que si Dios le daba vida, en 30 años habría sembrado tantos árboles que esos 10 mil iban a ser como una gota de agua en el mar. Además, estaba haciendo un semillero de hayas y pensaba sembrar abedules en los terrenos húmedos.

Al día siguiente, se despidieron. Corría el año 1913. Un año más tarde estalló la Primera Guerra y Giono fue reclutado por el ejército francés. Tenía 19 años. Cinco años después, cuando acabó la guerra, el muchacho volvió a Provenza. El paisaje era igual, pero más allá de las casas abandonadas una capa de niebla cubría un bosque de oteros. Pensó que el pastor había muerto. En pocas horas vio que no. Estaba vivo, pero había cambiado de oficio. Ya no tenía sino cuatro ovejas, pero en cambio había construido 100 colmenas.

Y ni siquiera se había enterado de la guerra. Las encinas que había plantado ya eran más altas que él. Había un bosque de mas de 10 kilómetros de largo. Los dos caminaron en silencio por entre los árboles durante todo el día. Cuando regresaron, Giono vio correr agua por algunos lechos de arroyos que antes estaban secos. Por todas partes brotaban los sauces, la hierba, las flores, la vida. El milagro había sucedido despacio, sin provocar ruido. Nadie se había dado cuenta, ni siquiera el gobierno francés o los cazadores.

Desde 1920, Giono visitó cada año al pastor. En un solo año, plantó 10 mil arces. Todos murieron. Al año siguiente, abandonó los arces y plantó hayas. Todas sobrevivieron. El hombre seguía trabajando en completa soledad. Tal vez por eso perdió la costumbre de hablar. En 1933 lo visitó un guardabosques del gobierno para notificarle que era prohibido encender hogueras al aire libre para defender el bosque. Por esa época, a los 75 años, el viejo caminaba 12 kilómetros diarios para sembrar hayas. Para no tener que regresar el mismo día, hizo una casa de piedra en ese lado de las montañas. En 1939, cuando estalló la Segunda Guerra, algunos comerciantes de madera empezaron a cortar las encinas para usarlas como combustible, pero los árboles estaban tan lejos de la carretera que la explotación no era rentable. El pastor tampoco se enteró de esa guerra porque se hallaba a 30 kilómetros monte adentro sembrando más árboles. La última vez que Giono vio al pastor fue en junio de 1945, después de salir de la cárcel. El viejo tenía 87 años. Cuando recorrió en bus la carretera que ahora iba hacia las montañas, no reconoció los lugares por donde había caminado cuando era joven. Ya no había vientos secos. Soplaba una brisa suave que sonaba como un rumor de agua en las copas de los árboles. Las casas abandonadas habían sido reconstruidas y el pueblo tenía 28 habitantes. Había una fuente de agua junto a un tilo. Había jardines. Giono continuó el viaje a pie. Por el camino vio campos de cebada y centeno. En los valles habían sembrado pastos. En los bosques había árboles de más de 7 metros de altura. Y habían aparecido varias aldeas. Por los caminos corrían niños. Sin saberlo, más de 10 mil personas recién llegadas le debían la felicidad a Elzéard.

Elzéard Bouffierd murió tranquilo en 1947 en un hospicio de Banon. Jean Giono también murió en paz en su pueblo de los Alpes en 1970. "El hombre que sembraba árboles", la historia que escribió para una revista hablando de la persona más extraordinaria que había conocido en su vida, sólo se publicó en Francia en 1983.

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