Dice el neurobiólogo José R. Alonso “ La tarantela es
un baile popular del sur de Italia, muy difundido de Puglia a Sicilia. Su
origen está, al parecer, en los colonos griegos que llegaron a Sicilia y
el sur de la península itálica y llevaron con ellos los bailes en honor de
Apolo y Dionisio. La danza se caracteriza por un movimiento muy vivo, in
crescendo, en el que cada vez se baila más rápido, siguiendo el compás de una
música con un compás de 6/8 (a veces 18/8 o 4/4) acompañada de palmas,
castañuelas o panderetas. La tarantela, tanto el baile como la música que la
acompaña, es conocida en todos los pueblos del sur de Italia desde la infancia
y las madres se las cantan a los bebés mientras les hacen cabalgar sobre sus
rodillas cada vez a mayor velocidad, con las consiguientes risas del niño. Su
melodía incorporó posteriormente influencias como el fandango español o músicas
africanas o árabes, con quien el sur de Italia ha estado siempre en contacto.
Históricamente, se ha atribuido a la tarantela un
valor terapéutico para un trastorno del sistema nervioso. En la Edad Media se
pensaba que bailar el solo de la tarantela curaba un tipo de locura llamado
tarantismo supuestamente causado por una picadura de la mayor araña europea, la
araña lobo o tarántula. Se suponía que bailar la tarantela permitía sudar el
veneno de la sangre, como si esos movimientos cada vez más rápidos
centrifugaran la ponzoña de la araña fuera del sistema circulatorio. Personas
que sentían un picotazo o que se veían una marca en la piel creían ser víctimas
de la tarántula e iniciaban, con la ayuda de sus vecinos, la danza de la
tarantela. También se sumaban al baile personas que creían haber sido mordidas
por una tarántula en el pasado y que pensaban que de no hacerlo, de no ponerse
a bailar, el veneno que persistía en su organismo podía activarse,
particularmente por el calor y había que eliminarlo sudando. De hecho, el
tarantismo sólo se producía en los meses de verano.”
En la Fresneda hay que describir un tipo distinto de
alteración que no tiene predominio estacional y que se parece más al baile de
San Vito, aquel mártir siciliano que tenía la enfermedad de Huntington, la
Corea de Sydenham o cualquier otra alteración, que hace que al menor reclamo se
muevan los cuerpos sin ton ni son al reclamo de una música ratonera.
La epidemia de baile de 1518 (o cómo los malditos danzaron hasta morir)
The
Dancing Mania. Pilgrimage of the Epileptics to the Church at Molenbeek, de Pieter Brueghel el Viejo, 1564.
Nadie sabía por qué habían comenzado a bailar,
pero allí estaban. Un día cualquiera de 1278. Sobre uno de los puentes que
cruzaban el río Mosa, en la frontera occidental del Sacro Imperio Romano
Germánico. Se trataba de una multitud formada por doscientas personas que
agitaban sus cuerpos descontroladamente. Compulsivamente. Incapaces de
detenerse. Como si hubiesen sido víctimas de alguna clase de maleficio
diabólico que las obligaba a moverse en contra de su voluntad.
De repente, el puente se vino abajo. La mayoría
de los que bailaban sobre él cayeron en el río y comenzaron a ser arrastrados
por la corriente. Para sorpresa de todos los presentes, sin embargo, ninguno de
ellos hizo esfuerzos por alcanzar la orilla o mantenerse a flote. Todo lo
contrario. En lugar de intentar nadar, en lugar de intentar ponerse a salvo,
todos continuaban contorsionándose en el agua, batiendo sus brazos y piernas
como posesos, hundiéndose cada vez en mayor número y pidiendo auxilio porque,
sencillamente, no podían dejar de bailar. Ni siquiera mientras se ahogaban.
Muchos perecieron aquel día en el fondo del río.
Los supervivientes, algunos de ellos lesionados debido al derrumbamiento del
puente, fueron transportados a una capilla cercana dedicada a san Vito.
Allí, poco a poco, todos fueron dejando de retorcerse y recobrando la
normalidad. Ninguno supo explicar por qué se había puesto a bailar. Pero, sobre
todo, ninguno supo explicar por qué no había sido capaz de parar.
Lo que sucedió en 1278 a las orillas del río Mosa
—concretamente en Maastricht, de acuerdo con el historiador John Waller—
no fue un hecho aislado. Aproximadamente un siglo más tarde, a apenas veinte o
treinta kilómetros de allí, en Aquisgrán, se produjo uno de los episodios más
multitudinarios de los que se tiene constancia, viéndose afectadas al mismo
tiempo poblaciones tan distantes como Colonia, Metz, Utrecht, Brujas e incluso
Estrasburgo, cuatrocientos kilómetros al sur. Cuatro décadas antes, en 1237, un
grupo de niños recorrió bailando y saltando los más de veinte kilómetros que
separan las ciudades de Erfurt y Arnstad, en clara similitud con la leyenda del
flautista de Hamelín, originaria de la misma zona y de la misma época. Otros
casos se registraron en Bernburg dos siglos antes. Otros, en Inglaterra varias
décadas después. En 1428, en la ciudad-estado de Schaffhausen —hoy en día,
capital del cantón suizo homónimo—, los monjes de un monasterio documentaron
cómo uno de ellos comenzó a bailar sin motivo y no fue capaz de parar hasta que
cayó muerto.
En realidad, tal y como apunta el profesor de la
Universidad de Virginia H.C. Erik Midelfort en su ensayo de
1999 A History of Madness in Sixteenth-Century Germany, desde el siglo
VII hasta el XVII todo el centro de Europa fue testigo en numerosas ocasiones
de estos brotes que, por aquel entonces, fueron denominados como «baile de san
Vito». Según Midelfort, los cronistas de la época lo describieron como «una
clase especial de convulsión que surge de la sangre u otros humores, de tal
forma que los vasos nerviosos y los instrumentos del movimiento voluntario son
excitados y estimulados hasta [provocar] tan extraordinarios y asombrosos
movimientos». En el artículo The Dancing Pilgrims at Muelebeek,
publicado por Dorothy M. Schullian en 1977 en el Journal of
the History of Medicine and Allied Sciences de la Universidad de Oxford, la
autora destaca cómo los bailarines «chillaban, cantaban, sufrían visiones,
invocaban tanto a Dios como a los demonios, y finalmente se desplomaban
quejándose de un intenso dolor e hinchazón abdominal». Se refiere en el texto
al grabado de Pieter Brueghel el Viejo sobre un brote que se
produjo en un suburbio de Bruselas en el año 1564. Más adelante, otros pintores
como su hijo, Pieter Brueghel el Joven, o Henricus
Hondius I reprodujeron la mencionada escena.
Versión (detalle) de Pieter Brueghel el Joven.
Pero el caso más grave de estas misteriosas
epidemias de baile fue el que sucedió en Estrasburgo en los meses de julio y
agosto de 1518. Posiblemente, el brote mejor documentado de todos ellos, junto
con el de 1374 en Aquisgrán.
Una mujer, de nombre Troffea,
comenzó a bailar fuera de control en una de las calles de la ciudad. Al día
siguiente, continuaba bailando. En una semana, se habían unido a ella treinta y
cuatro personas, un número que se elevó hasta aproximadamente cuatrocientos
bailarines en el plazo de un mes. El resto de habitantes de Estrasburgo creían
estar presenciando la danza de los malditos. Intentaban detenerlos, les rogaban
que parasen, pero era imposible.
Escribe John Waller en A forgotten plague:
making sense of dancing mania: «El curso de la epidemia de 1518 puede ser
minuciosamente detallado con la ayuda de bandos municipales, sermones, y las
vívidas descripciones que nos dejó el brillante médico del Renacimiento, Paracelso
(…). En una cosa coinciden los escritores contemporáneos y los modernos:
aquellos que bailaban lo hacían involuntariamente. Se retorcían de dolor,
gritaban pidiendo ayuda y suplicaban piedad». Según los informes de la época,
en Estrasburgo, durante aquellas semanas, fallecieron bailando alrededor de
quince personas al día por infarto, derrame cerebral o agotamiento.
«Se creía que el baile era al mismo tiempo la
enfermedad y su cura —continúa relatando Waller—. Numerosas personas recobraron
el juicio temporalmente, bailando a propósito hasta el olvido con la creencia
de que solo de este modo se levantaría la maldición. Por la misma razón, en
Estrasburgo en 1518 las autoridades ordenaron que los bailarines continuasen
bailando día y noche, para lo cual se construyó un escenario especial en el
centro de la ciudad donde se pudiesen mover con libertad».
Resulta difícil imaginar una escena más macabra.
Docenas de personas sacudiendo trágicamente sus extremidades, troncos y cabezas
sobre una plataforma mientras el resto de vecinos, los que han escapado al
hechizo, observan desde la plaza cómo algunos van muriendo exhaustos y a otros
se les rompen los huesos de las rodillas y los tobillos sin que nadie pueda
hacer nada por ellos.
Creyendo que las causas de la plaga eran de
naturaleza sobrenatural y convencidos de que solo con más baile podrían
erradicarla, las autoridades decidieron contratar entonces a músicos
profesionales para mantener a los endemoniados en constante movimiento. John
Waller concluye: «La medida fue un desastre». Hubo que esperar hasta principios
de septiembre para que la epidemia cesase. Un buen día, de buenas a primeras,
los que sobrevivieron dejaron de bailar. Y eso fue todo.
Se registraron otros casos a lo largo del siglo
XVI, como el de Basilea de 1536 o el de Bruselas de 1564, reflejado en el
grabado de Pieter Brueghel, pero una vez llegado el siglo XVII, los brotes de
danza maldita desaparecieron como por arte de magia sin que la ciencia haya
podido explicar jamás qué era exactamente lo que los provocaba.
Algunos han querido encontrar cierta relación con
la corea de Sydenham o «corea menor», una enfermedad infecciosa del sistema
nervioso producida por la bacteria Streptococcus pyogenes, pero no
explica el contagio de grupos tan multitudinarios y en momentos distintos.
También se descarta la «corea mayor» o «chorea magna», nombre que
recibieron estas epidemias junto con el de «chorea sancti viti» hasta su
desaparición y con el que hoy se designa la enfermedad de Huntington, un grave
trastorno neurológico y degenerativo de carácter no infeccioso.
Se ha hablado también de tarantismo, de histeria
colectiva, hasta de posesiones demoníacas. Últimamente ha adquirido fuerza la
hipótesis de que estos brotes, en realidad, pudieron haberse debido a la ingesta
accidental —o quizá no tanto— de Claviceps purpurea o cornezuelo, un
hongo que crece en el centeno, entre otros cereales y hierbas, y del que se
obtiene la dietilamida de ácido lisérgico o LSD, pero no es sencillo explicar
la duración de sus efectos en el tiempo.
Lo que nos lleva a inferir que, tal vez, después
de todo, no exista una explicación para las epidemias de baile. Así como
llegaron en el siglo VII, se esfumaron mil años más tarde. Y resulta
reconfortante. Es esperanzador pensar que a veces las cosas ocurren sin más.
Porque sí. Y, sobre todo, que algún día podrían volver a ocurrir.
Porque morir por agotamiento, con los huesos
rotos, pidiendo auxilio y destrozado después de semanas enteras gritando de
dolor es una manera horrible de morir, no cabe duda. Nadie querría pasar por
algo así. Pero hay que reconocer que, de entre todas las muertes espantosas, de
entre todas las formas crueles y espeluznantes que hay de morir, quizá hacerlo
bailando sea la más entretenida de todas ellas. En el fondo, aunque solo sea al
principio, incluso debe de tener un punto divertido. Así que, puestos a elegir,
si se ha de morir de un modo atroz, que sea ese. Qué diablos.
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