
Salud
El hombre que plantaba árboles
Por Juan José Hoyos
¿Cuál es la persona más extraordinaria que usted ha conocido? Cuando los editores de una revista le hicieron esta pregunta, Jean Giono tenía 58 años y había escrito casi todos sus libros. Había sido soldado del ejército francés, había estado preso dos veces y había conocido a grandes hombres de las letras y la política en Francia y Europa. Sin embargo, en su respuesta, no mencionó a ninguno de ellos. Recordó a un viejo campesino de Provenza llamado Elzéard Bouffierd, que conoció cuando tenía 18 años.
Giono nació en 1895 en Manosque, una pequeña ciudad de Provenza, situada en las montañas de los Alpes, en el sur de Francia. Su padre era un zapatero de origen italiano y su madre, una lavandera. En 1939, cuando ya era un escritor conocido en Europa, Giono fue encarcelado por negarse a combatir como soldado en
Jean Giono conoció a Elzéard Bouffierd en 1913, durante un largo viaje a pie por las montañas de los Alpes. El paisaje que entonces vieron sus ojos eran unos páramos secos donde sólo crecían algunos arbustos. Luego de caminar tres días buscando agua, encontró un caserío en ruinas donde no había rastro de vida. Caminó cinco horas más y sólo halló hierbas leñosas. De pronto adivinó a lo lejos una silueta. Cuando se acercó, vio que era un pastor con un rebaño de ovejas. El hombre le dio agua de su cantimplora y lo llevó al aprisco. Tenía algo más de 55 años y vivía en una casa abandonada que había reparado con sus manos. Con ellas también había cavado un pozo de donde sacaba el agua para él, sus 30 ovejas y su perro. La casa estaba limpia y ordenada. El pastor hablaba poco. El pueblo más cercano se hallaba a un día y medio de camino y estaba habitado por cuatro o cinco leñadores que cortaban los árboles para fabricar carbón de leña que luego llevaban en camiones a las ciudades. En la región soplaba un viento seco y frío que según la gente provocaba suicidios y ataques de locura. Mientras descansaban, el pastor fue a buscar una bolsa y echó sobre una mesa un montón de bellotas.
Enseguida se puso a mirarlas y a separar las buenas de las que estaban pequeñas y agrietadas. Las contaba de diez en diez. Cuando completó cien, cerró la bolsa y se fueron a acostar. Al día siguiente, Giono le pidió permiso para quedarse en la casa un día más.
Sentía que la presencia del pastor le daba paz. Esa mañana, el hombre mojó la bolsa con las bellotas, sacó el rebaño del aprisco y lo llevó a pastar. Como bastón, llevaba una vara larga de hierro. Giono lo siguió. El pastor dejó las ovejas en el fondo de un valle, bajo el cuidado de su perro, y caminó hacia una colina. Allí clavó su barra en la tierra, hizo un agujero, enterró una bellota y luego la tapó. Estaba plantando encinas. Giono le preguntó si la tierra era suya. Él dijo que no. Le preguntó si sabía quiénes eran sus dueños. Él dijo que no. Suponía que era una tierra comunal pero dijo que no estaba interesado en conocer los propietarios. Y siguió plantando bellotas. Giono recordó cuando era niño y su padre lo llevaba a pasear por el campo los domingos. Antes de salir, llenaba de bellotas sus bolsillos y luego las plantaba en la tierra a medida que caminaban.
Después del almuerzo, el pastor buscó el saco y echó sobre la mesa otro montón de bellotas. Mientras las separaba, se pusieron a conversar. Hacía tres años que plantaba árboles en esa tierra de nadie. Había sembrado 100 mil árboles. De ellos, habían nacido 20 mil. Las plagas acabaron con la mitad. Quedaban vivos 10 mil. El pastor se había ido a vivir a esos campos de soledad con sus ovejas y su perro, después de la muerte de su mujer y de su hijo. Como no tenía ocupaciones importantes y vio que la tierra moría por falta de árboles, resolvió ponerse a sembrar semillas. Dijo que si Dios le daba vida, en 30 años habría sembrado tantos árboles que esos 10 mil iban a ser como una gota de agua en el mar. Además, estaba haciendo un semillero de hayas y pensaba sembrar abedules en los terrenos húmedos.
Al día siguiente, se despidieron. Corría el año 1913. Un año más tarde estalló
Y ni siquiera se había enterado de la guerra. Las encinas que había plantado ya eran más altas que él. Había un bosque de mas de
Desde 1920, Giono visitó cada año al pastor. En un solo año, plantó 10 mil arces. Todos murieron. Al año siguiente, abandonó los arces y plantó hayas. Todas sobrevivieron. El hombre seguía trabajando en completa soledad. Tal vez por eso perdió la costumbre de hablar. En 1933 lo visitó un guardabosques del gobierno para notificarle que era prohibido encender hogueras al aire libre para defender el bosque. Por esa época, a los 75 años, el viejo caminaba