3/23/2010

Confeseme con un cura

(Como dice la canción asturiana, "Confeseme con un cura, que guapu llera, pusome de penitencia que lu quisiera, y yo lu quise, y yo lu quise, porque la penitencia de amor tien que cumplise, y desde ahora, y desde ahora, prefiero morir martir de amor que dormir sola...")

Los hijos de los clérigos son sobrinos, o lo que es lo mismo, Filii nominantur nepotes, que como dice Celso Alcaina es, mas que una broma, una norma que viene de la Baja Edad Media. En tanto se suceden las denuncias sobre los abusos de miembros de la Iglesia, hoy mismo se amplia la información sobre el régimen de terror que ha imperado, según una denuncia reciente, en la supuesta institución modelo de Los Niños Cantores de Viena, o el reciente caso del clérigo español detenido en Chile con material pedófilo, que día a día muestra a las claras la red de silencio, ocultación y complicidad que las autoridades eclesiasticas han tenido con los curas pervertidos, olvidando que, a parte de pecado, esta perversión es un delito que deja cicatrices muy profundas en sus víctimas.

El artículo del teólogo Celso Alcaina relata su experiencia en los años pasados en El Vaticano y el profundo desaliento de comprobar que "La Iglesia nunca ha sido un Estado de Derecho".

Filii nominantur nepotes (Los hijos de los clérigos son sobrinos)

Celso Alcaina, 22 de marzo de 2010 a las 11:51

(Celso Alcaina).-Sentada en mi sofá, sin mirarme a los ojos, me lo espetó: "Monseñor, que pena que haya regresado sin su sobrinita; aunque se dice que es hija suya". Aprovechó los pocos minutos de ausencia de mi madre, ocupada en la cocina. Era Pasqualina Fois, sarda, 46 años,"doméstica" de monseñor Umberto Cassani. El mío y el suyo eran apartamentos contiguos, en la primera planta del Palazzo del Sant'Uffizio.

Desde hacía un año, mi madre estaba conmigo. En mis primeras vacaciones como oficial del Vaticano, ella observó, preocupada, mi aspecto enfermizo. Carencia de cuidados. A sus 65 años se empeñó en ir conmigo a Roma, dejando atrás casa y marido. Decidimos que le acompañara Pilar, 8 años, hija de mi hermano Gervasio. Mamá se sentiría más acompañada en un país desconocido, entre desconocidos, con idioma desconocido. A la niña le encantó la aventura. Durante un año convivimos los tres.

A mi función de oficial, añadía las labores de padre. A diario, llevaba a Pilar al cercano Colegio del Gianicolo y la recogía. Aprendió el italiano. Hizo amigos/as. Fue recibida y acariciada por Pablo VI, una vez conmigo y otra también con mis padres. Al regresar de las siguientes vacaciones veraniegas, sólo me acompañó mi madre. Mi hermano y cuñada no soportaron quedarse nuevamente sin su pequeña. Ésta se disgustó ostensiblemente. Durante meses tuvo pesadillas relativas a mi y al mundo romano. (Pili es hoy madre de un adolescente, abogada y profesora. No me importaría haber sido su padre. Un besazo, sobrina).

Me sentí incómodo con las palabras de Pasqualina. Las atribui a una nueva acometida libidinosa de una mujer hipersensual ante un bombón de 34 años. Ella pertenecía a una singular hermandad italiana de sirvientas del clero: “ausiliari del clero”. En esa asociación ingresaban mujeres libres cuarentonas. Era la edad recomendada por el Concilio Tridentino. Necesitadas de afecto y sexo, con frecuencia lograban ambas metas con sus “amos”. También, un sueldo, un cierto prestigio y algún poder. Se aburría con mons. Cassani, un amable septuagenario que había sido Capo Ufficio, jefe de la sección matrimonial de la Congregación. Pretextando ayudar a mi madre, había ido colándose en mi casa de la que había obtenido una llave. Era una excelente cocinera. A espaldas de su patrón, nos deleitaba haciéndonos probar sus guisos y postres. En confidencias anteriores, había presumido de haber sido la “doméstica” y amante de mons. Jacques Martin, diplomático, entonces arzobispo Prefecto de la Casa Pontificia y más tarde Cardenal. Según ella, mons. Martin la sustituyó por María, otra “ausiliare”, también sarda, a la que conocí y traté. Pasqualina, aunque lo disimulaba, odiaba a su sucesora en el apartamento (y en la cama?) de mons. Martin. Con éste llegué a tener amistad. Me atendió cada vez que le pedí un favor para alguien que visitaba el Vaticano y pretendía acercarse al Papa. En unas tres ocasiones, mi madre, mi sobrina y yo salimos a los “castelli romani” con mons. Martin y mons. Cassani acompañados de sus respectivas “ausiliari”.

Días después de la conversación del sofá, mi sorpresa fue mayor. Mi colega y amigo alemán Herman Schwedt me convenció de que cuanto me había dicho Pasqualina tenia fundamento. Suele acontecer. El interesado es el último en enterarse. El cotilleo sobre mi supuesta paternidad era real. Pero no era una excepción. Mons. Plenteda, notario del Santo Oficio, Mons Lancciotti, Mons. Çertö, los tres con domicilio en el Palazzo, también tenían “sobrinos/as” adolescentes. El citado mons. Cassani tenía un hijo, Paolo, casado y con dos niñas. A Paolo, a su esposa Livia y a las dos niñas de entre 6 y 8 años, los conocí y traté media docena de veces en sus visitas al padre clandestino, “tío” para la sociedad hipócrita y “bien pensante”. Se trataba de un caso real y verificado. Mons. Cassani me lo había contado todo, todo y todo. Conservaba un emotivo recuerdo de su amante, ya difunta. Trataba a Paolo y a sus nietas como un responsable cariñoso padre y abuelo.

En los restantes siete años fui conociendo casos y más casos de curiales con “sobrinos/as” y con “ausiliari”. Supe que dos “sobrinos” del Cardenal Federico Tedeschini ocupaban cargos relevantes en el Vaticano. Tedeschini había sido Nuncio Apostólico en España. Era un impresionante “mister” en físico, en talento, en diplomacia. Dicen que traía de calle a las mujeres. Murió en 1959. Su muerte ocasionó importantes problemas hereditarios al Vaticano y a sus parientes. Nunca me encontré con sus hijos. Me contaban que se parecían tanto a su “tío” Cardenal como lo hacen tres gotas de agua.

Curiosamente, sólo dos meses antes de dejar el Vaticano vine a conocer de boca de Franca, la doméstica de mi amigo Schwedt, que ambos mantenían vida afectiva de pareja desde hacía ocho años. Herman era uno de mis mejores amigos. Varias veces había estado a cenar o a charlar en su apartamento, situado fuera del Vaticano, aunque en sus cercanías. Herman, prudente y cauto, daba por supuesto que yo lo había adivinado. Franca, una siciliana de su misma edad, no pertenecía a la hermandad de “ausiliari del clero”. Fue reclutada por Herman en el Colegio Teutónico cuando ambos tenían 33 años. Ella era camarera. Nunca pude comprender mi escasa perspicacia en este caso. Monseñor Herman Schwedt permaneció nueve años en el Santo Oficio. Después de haber defendido una excelente tesis doctoral en la Universidad Gregoriana sobre Rosmini, se casó con Franca. No tienen hijos, sí sobrinos, esta vez sin comillas. Viven en Limburg, con estancias prolongadas en Sicilia y en el Alto Adige. El obispo de Limburg lo nombró archivero de la diócesis, cargo en el que se jubiló recientemente. Sigue investigando y escribiendo en prestigiosas revistas de tema histórico. Con posterioridad a mi descubrimiento, otro de mis colegas, el estadounidense mons. Richard Malone me aclaró que el affaire Schwedt era conocido incluso por los superiores del Santo Oficio. Y es que nada se prohibe y se castiga si no hay una denuncia formal o no salta a la opinión pública. Lo importante es ser cauto, no ser casto.

Los casos relatados se contraen a la Curia romana. No pretendo ser exaustivo. Los cuento tal y como los experimenté. Siempre que me adentré en la intimidad de mis interlocutores descubrí un affaire que tenía que ver con la afectividad y con el sexo. Tuve ocasión de comentar y valorar esta constatación con amigos colegas curiales. Y concluíamos que el carácter de la persona que tenía cubierta su afectividad y sexualidad mejoraba o no se agriaba. Ello era más importante y evidente en el ejercicio de la autoridad.

Era el año 1969. En la Sección Disciplinaria, llamada por nosotros Sección Criminal, un caso tenebroso de un arzobispo del continente americano. No se le investigaba por “sobrinos”. Supuestamente tenía más de uno. Era por corrupción de menores. El Promotor de Justicia instruia la causa. Él me resumió la positio que todavía debía completarse con documentos y testimonios. El Papa no suele enterarse de esos casos hasta que la causa está muy avanzada. Por lo demás, el Papa, cuando anuncia un Consistorio y preconiza a nuevos Cardenales, no consulta previamente al Santo Oficio, como sí lo hace para el nombramiento de obispos. Pues bien, el arzobispo encausado fue preconizado Cardenal. Ese mismo día, su causa fue archivada. Ignoro si fue eliminada del Archivo y quemada. Un velo cubrió para siempre las presuntas vergüenzas – léase delitos- del arzobispo.

Durante tres de mis ocho años en el Vaticano, actué de comisario-juez para las reducciones de sacerdotes al estado laical. Más de mil casos pasaron por mis manos. La mayor parte de ellos no suscitaba especial curiosidad. Clérigos que se habían enamorado. Otros que, además, esperaban un hijo de su novia o ya lo habían tenido. Algunos no comulgaban con la institución eclesiástica y buscaban fuera de ella una aproximación al mensaje de Jesús. Pocos habían perdido toda fe en el Cristianismo. Pero tuve un caso sobre mi mesa que me impactó. No era europeo. Siete hijos (sobrinos) con diversas mujeres. Había practicado sexo desde los seis años, iniciándose con su prima de doce. Tenía 34 años. Pretendía casarse con la actual novia y madre de su último bebé al que decía adorar. Sin comenarios.

Con intervalos de algunos años, en tres ocasiones, yo había sido alumno del Pontificio Colegio Español. Año tras año, un compañero seguía allí. Superaba los 40 años. Bastante mayor que el resto de alumnos. Decía que preparaba su tesis doctoral. Era muy resevado, pero correcto. Ya en el Palazzo, la bomba explotó. Me llamó la atención su nombre en grandes caracteres sobre una carpeta del Promotor de Justicia. No daba crédito a cuanto estaba leyendo. Solicitación en confesión, absolución de cómplice, abuso de menores, violación, hijos (sobrinos) de varias mujeres. Estuve deprimido un mes. En mis esporádicas visitas al Colegio seguí viéndolo. Celebraba la Misa en una casa de religiosas. Eso decía. No podía regresar a su tierra, en el interior de la península. Había que disimular el destierro. La diócesis lo becaba en Roma por tiempo indefinido.

Filii nominantur nepotes. Los hijos de clérigos serán sobrinos. No es una broma. Tampoco, un dicho popular. Era una norma legal que viene de la Baja Edad Media. Ya Gregorio VII, el monje Hildebrando de Soana, había allanado el camino. La secular corrupción de la Iglesia romana le sirvió de pretexto. Dominante hasta el extremo, con una fuerte personalidad y un insuperable fanatismo monjil. En 1074 impuso el voto de celibato a todo candidato al sacerdocio. A pesar de ello, muchos clérigos desobedecieron durante siglos. Las Decretales de Gregorio IX (1234) y las Extravagantes de Juan XXII (1320) recogen el aforismo en forma poco definida. El origen, el meollo, está en las herencias patrimoniales. Las riquezas acumuladas por obispos, abades y altos clérigos iban a parar a sus hijos, fraccionando haciendas. Era una etapa en que lo patrimonial se confundía con lo institucional. Los reyes legaban a sus hijos un país, un trozo de teritorio, una ciudad, un condado. Los eclesiásticos legaban a sus hijos cuanto habían recaudado intuitu muneris. ¿Solución? Nueva monstruosidad. Los hijos de los clérigos se considerarían sobrinos, no hijos. Los sobrinos no heredan. El patrimonio quedaría donde estaba. En la diócesis, en el convento, en la parroquia. De ahí a imponer radicalmente el celibato va poco trecho. Si los clérigos no pueden tener hijos, no pueden casarse. Si, no obstante, los tuvieren, no serán hijos, son sobrinos. Además, cometen sacrilegio. Puede que también barraganía. El Concilio Tridentino lo tuvo fácil. El celibato obligatorio se universalizó.

Claro que el que hace o dicta la Ley está por encima de la Ley. Dentro de la Iglesia lo hemos visto y lo vemos cada día. La Iglesia nunca ha sido un Estado de Derecho, donde todos, incluidos los mandatarios, estarían sujetos al imperio de la Ley. En el período anterior a las leyes comentadas era bastante normal que los Papas y obispos fueran hijos de Papas u obispos. San Inocencio I fue hijo del Papa Anastasio I. El Papa San Silverio era hijo del Papa San Hormisdas. Juan XI era hijo del Papa Sergio III. Otros Papas fueron hijos de obispos o de presbíteros: San Dámaso I, San Félix, Anastasio II, San Agapito I, Teodoro I, Marino I, Bonifacio VI, Juan XV. Incluso después de la ley del celibato obligatorio, en los siglos XV y XVI, fueron varios los Papas que engendraron hijos, bien siendo Papas, bien en su anterior condición de obispos: Inocencio III, Alejando VI, Julio II, Paulo III, Pío IV, Gregorio XIII. Sus hijos/as, al menos algunos/as, no se llamaron sobrinos/as ni sufrieron las exclusiones legales.

Las Leyes de Toro son una compilación realizada por voluntad testamentaria de Isabel la Católica. Fueron promulgadas por Juana Iª de Castilla (la Loca) en 1505. Son 85 leyes que recogen y actualizan el corpus legislativo de la Corona de Castilla en los anteriores siglos medievales. Tanto en la nueva regulación del Mayorazgo como en el completo derecho hereditario, se toca a los hijos de clérigos. Se les niega lo que a otros vástagos se les reconoce. Así, la Ley IX excluye a los hijos sacrílegos (hijos de clérigos ordenados in sacris y de frailes o monjas que hayan profesado) de la herencia de sus padres, trátese de testamento o ab intestato. También, por donación o venta. Por supuesto, quedan excluidos del Mayorazgo del que también son excluidos todos los clérigos, frailes y monjas. La exclusión es amplia y taxativa. Los hijos de clérigos y de frailes o monjas tampoco pueden heredar ni percibir bienes de los parientes de su padre y madre. Es verdad que algunos comentaristas suavizan esta exclusión cuando se refiere a la madre y/o a sus familiares, pero se trata de opiniones minoritarias y contaminadas por ideas y sentimientos posteriores. No sólo el hijo sacrílego sufría las consecuencias de su irregular concepción. En circunstancias singulares, la madre que hubiere tenido ayuntamiento con clérigo, judío o moro, era llevada al patíbulo.

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