Robinsón. Jose Luis Alvite
No seré yo quien se escandalice porque a los sesenta años de edad la diputada irlandesa Iris Robinson haya tenido una aventura sexual con un muchacho de diecinueve, ni creo que haya motivos para compadecer al joven Kirk McCambley suponiéndole arrastrado hasta el catre de su amante por una inferioridad emocional que lo haya convertido luego en víctima de una seducción que en modo alguno considero reprobable. Si fuésemos sinceros reconoceríamos haber soñado alguna vez con una situación semejante y no nos importaría admitir que si no sucumbimos como el joven McCambley, no fue por decencia, sino por ese eufemismo de la dignidad que es la cobardía. Personalmente he sentido siempre devoción por las mujeres maduras y solo lamento no haber caído en todas y cada una de las tentaciones que me salieron al paso cuando las mujeres que me doblaban la edad estaban todavía de buen ver. Aún ahora me tienta evocar los buenos tiempos y reincidir. Si no lo hago no es porque le haya dado la espalda a las oportunidades, sino, lisa y llanamente, porque tener ahora un lío de cama con una mujer que me doble la edad solo seria posible seleccionando con una pinza en las narices el cadáver femenino más fresco del cementerio. Es obvio que en materia de relaciones sexuales no hay que dejar las ocasiones para cuando ya no se presenten, del mismo modo que, si lo que pretende es triunfar, al atleta no le conviene dejar el esfuerzo de correr para después de la carrera. Nunca entendí que haya que renunciar a los placeres por temor a que sean delito o porque supongamos que son pecado, obsesionados con mantener esa empobrecedora rectitud moral que nos oprime en un angustioso margen de maniobra entre los dictados de la ley y las advertencias de la religión. Mi gran lucha no ha sido nunca esa y la verdad es que en mi relación con las mujeres mi pudor y mi conciencia han sido siempre menos determinantes que mi bolsillo. En cuanto a la edad de mis amantes, he preferido siempre a las mujeres maduras, sobre todo a las de cuarenta y tantos años, no sé muy bien por qué, tal vez porque nunca me sentí a gusto en una alcoba en la que mi anfitriona fuese más ágil que su gato y más joven que sus muebles. También influye mucho esa laxante serenidad que las mujeres alcanzan con los años y que se manifiesta en los momentos más delicados, como cuando ella te hace creer que tu torpeza la rejuvenece, o en ese instante de sublime indecisión en el que el silbido de su cafetera en la cocina te libra de una excusa que en el mejor de los casos solo serviría para empobrecer con retórica tu falta de habilidad en cama. Al principio me preocupaba por conocer su bagaje cultural y trataba de intuir el calado que podía esperar en su conversación, pero no tardé en darme cuenta de que la mujer madura me ahorraba muchos trámites y que lo natural antes de sucumbir a la tentación de acompañarla de madrugada a su casa no era conocer de antemano los títulos de su biblioteca, o las firmas de sus cuadros, sino saber si al amanecer pondría reparos a la sugerencia de preparar café. No hará falta advertir que la mujer madura tiene sobre sus colegas más jóvenes la ventaja astronómica de que es capaz de perder la cabeza en cama sin que por ello pierda en absoluto el sentido de la orientación, de modo que aunque se le hayan ido por la boca las frases más obscenas que jamás pensó decirle a la cara a un hombre, en cambio en ningún momento olvida donde dejó las gafas. Tienen por otra parte las mujeres maduras la doble cualidad de que así como te ayudan con sutileza a entrar en su cama, con la misma delicadeza te facilitan luego la retirada. Y sobre todo, son comprensivas y jamás te confesarán abiertamente que las has defraudado entre las sábanas. En el peor de los casos, y después de una experiencia poco satisfactoria, en la próxima ocasión que te tropieces de madrugada con ella no te rechazará por torpe o por inútil, sino, simplemente, porque su despensa se ha quedado sin café. No sé como lo hacen, pero tratándose de sexo la franqueza jamás les despinta los labios. Una mujer que me doblaba la edad me dijo hace veinte años: “Ni tú eres un atleta sexual ni yo soy una diosa en cama y por eso ambos hemos fallado esta noche. Y lo cierto es que las mujeres como yo nos podemos permitir la elegancia de callar la verdad gracias a lo bien que los hombres como tú mienten al contarlo”.
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