10/29/2010

Mark Spitz

Para ser viernes no está nada mal, un poco del genial Alvite (si me lo encuentro este fin de semana en Santiago doy por bueno el viaje) y la columna diaria de Millás y sus vecinos de mesa y gin tonic.

Salud

Una noche en la cama de Mark Spitz

J.L. Alvite

Estábamos algo pasados de copas pero controlábamos el cuerpo y las emociones.

Me llevó a su casa. Vivía en un apartamento pequeño en el que había que cerrar
el armario para abrir la nevera. Me ofreció su cama y se ausentó al baño.
Durante largos minutos escuché el agua de la ducha. Para hacer tiempo, encendí
el televisor. En la primera cadena salían mezcladas "La 2" y la conversación de

tres radioaficionados. Conservé puestos la camisa y los calcetines. Y las gafas.

Prendí un cigarrillo. Seguía cayendo el agua de la ducha al otro lado del
tabique. Pensé que Mark Spitz había arrasado en la piscina de Munich con la
mitad del agua. Siempre doy con mujeres que se lavan mucho.Yo creo que no se
trata de higiene, sino de mala conciencia. No hace falta leer a Freud para
intuir estas cosas. Es una manía de los intelectuales, que tienen que leer las
cosas antes de hacerlas. Personalmente detesto que las mujeres se pasen tanto
rato en la ducha. La mala conciencia y el olor corporal son cosas que no
conviene suprimir. El jabón de tocador elimina las defensas y merma el
remordimiento. Además, el exceso de limpieza empobrece la vida sexual. No me
tiene aliciente que el pubis femenino resulte tan pulcro como un caniche con
ropa. El pubis habría que lavarlo con "avecrén".

Pasados diez minutos, cesó la ducha. Se abrió la puerta del dormitorio.
Apagué el quinto cigarrillo escupiendo en el cenicero. Apareció ella. Goteaba.
Se metió en cama con la prisa de quien se encuentra una "zodiac" durante un
naufragio. Se abrazó a mí cuerpo. Le pasé la mano por el pelo. Pesaba como la
maroma de la campana del "Titanic". Dudé si realmente me esperaba una loca noche
de carne y sudor pero no me cabía duda de que me exponía a un catarro. Con tanta
agua, en la cama de aquella mujer no habría desentonado un remo. "Me gusta mucho
la higiene, ¿sabes? Todas las noches me enjabono tres veces y me aclaro luego el
cuerpo con un interminable chorro de agua". Pensé que con su derroche en el
baño, podría no dar con el hombre adecuado, pero en el peor de los casos, se
colocaría sin problemas como hipopótamo en cualquier circo. Después me preguntó
qué pensaba de ella. Fui inevitablemente sincero: "Con tanta agua encima, nena,
creo que eres una mujer incombustible". Luego me pregunté si no sería una
perversión tener sexo con una robaliza.

No hubo nada. Se mantuvo todo el rato con las piernas cruzadas, aparentando
recelo. "No te conozco apenas. No sé que pensarás de mí..." Fue tan excitante
como echarle torrijas a los patos del estanque. Mantuve la camisa y los
calcetines pero creo que habría sido más sensato llevarme el coche a la cama.

Cacahuetes y almendras J.J. Millás


En la mesa de al lado, una señora rubia, muy maquillada, de pelo corto, le decía a un capitán del Ejército de Tierra:

–Necesito leer una biografía.

–¿Y eso? –preguntaba el capitán separando la gorra de la Coca Cola de la señora, por miedo a que se manchara.
–Para compararla con la mía -replicaba la señora con expresión de angustia.
–Pero eso es absurdo –señalaba el capitán-, tú no puedes comparar tu biografía con la de Hitler, por ejemplo.
–¿Qué quieres decir con que yo no puedo comparar mi biografía con la Hitler?
–Pues eso, que son vidas muy distintas.
–¿Es que no me crees capaz de invadir Polonia?
–Francamente, no.
Se hizo un silencio atroz en el que los segundos comenzaron a discurrir como plomo líquido. A fin de aliviar la tensión, tomé un sorbo de mi gin tonic haciendo mucho ruido con los hielos. Luego carraspeé con exageración y miré hacia otro lado, para no levantar sospechas. Como el silencio continuara espesándose en torno a la mesa de al lado, pero alcanzando con sus efectos letales a la mía, llamé a gritos al camarero y le pedí un plato de almendras fritas. Me caen fatal, pero mejor que los cacahuetes y las aceitunas, que eran las alternativas de este bar.
–Así que no me crees capaz de invadir Polonia –repitió entonces la señora rubia de pelo corto en un tono que daba miedo oír.
–Pero mujer –dijo en tono conciliador el capitán–, ¿qué tienes tú contra Polonia?
–La cuestión –respondió ella– no es lo que tenga o deje de tener contra Polonia, sino si tú crees que soy o no soy capaz de invadirla.
–Vale, eres capaz. ¿Y ahora qué?

–Ahora necesito leer una biografía.
–¿La de Hitler, por ejemplo?
–¿La de ese mamarracho? Ni hablar.
Total que acabé con las almendras y pedí u
nos cacahuetes.

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