Hay cucarachas en África
José Manuel Ponte
Comenzó la locura mediática de los campeonatos mundiales de fútbol, que a todos nos alcanza por mucho que escondamos la cabeza debajo del ala. Los periódicos, las radios y las televisiones dedican amplios espacios al acontecimiento, y han desplazado un ejército de enviados especiales a Sudáfrica, la nación más al sur de lo que hasta no hace mucho se denominaba el "continente negro". Algunos de esos enviados trasmiten emociones propias de un primerizo expedicionario blanco enfrentado a los peligros de la selva. Uno de ellos describió la aparición en el cuarto de su hotel de una cucaracha como si hubiese tenido un encuentro peligroso con una fiera. Tal parece que en España fuese una cosa insólita encontrarse con esa clase de bichos. En las películas sobre África que veíamos de niños, lo normal era que la guapísima protagonista abandonase temerariamente el campamento para dar una vuelta, o bañarse en pelota en un río, sin caer en la cuenta de que era acechada de cerca por un león, un cocodrilo, o una serpiente pitón. Afortunadamente, el chico acudía a su rescate, ahuyentaba o mataba al animal y ella, muerta de miedo y de amor, se refugiaba en sus brazos. Pero nunca supimos que hubiera que salvar a nadie del ataque de una cucaracha, por muy grande que ésta fuera. La decisión de la FIFA de llevar los campeonatos mundiales a territorio africano desató en su momento una gran polémica en los medios occidentales ante el riesgo de que el país anfitrión no estuviese a la altura de esa responsabilidad y la organización adoleciera de graves fallos de seguridad. Al final se impuso el argumento de premiar el espectacular desarrollo del fútbol africano e incorporarlo al sistema, no como elemento exótico sino como miembro de pleno derecho de la comunidad internacional. En los últimos años, las selecciones nacionales africanas tuvieron un destacado papel en las grandes competiciones y los jugadores de ese continente se han convertido en estrellas de las ligas europeas, con el mismo nivel de emolumentos que los grandes jugadores sudamericanos, que eran hasta ahora el vivero de que echaban mano los clubes más importantes. Pese a todo ello, los viejos prejuicios coloniales sobre la superioridad innata del hombre blanco continúan funcionando y los enviados especiales, además de transmitir encuentros peligrosos en el dormitorio con cucarachas de tamaño gigantesco, nos informan puntualmente sobre robos en los hoteles, y sobre los riesgos de salir a pasear de noche por la calle. Cualquiera que conozca Madrid o Nueva York, por no citar otras grandes urbes, sabe que esos sucesos, y otros peores, son cosa habitual y no por ello se echan las manos a la cabeza ni sacan conclusiones descabelladas. Después de los trágicos acontecimientos que se han vivido en los estadios europeos, con decenas de muertos y heridos en tumultos y agresiones, ¿qué le tenemos que enseñar a nadie en punto a civilidad? Todos los fines de semana, en casi todas las ciudades europeas, la policía que pagamos con nuestros impuestos lleva hacia el estadio, fuertemente protegidos, como si se tratase de un rebaño valioso, a numerosos grupos de hinchas del equipo visitante para ubicarlos en una grada especial con la suficiente antelación al inicio del partido. Y lo mismo hacen al final. Normalmente estos honorables ciudadanos dejan tras de sí un reguero de urinarios, vallas y sillas destrozadas. En ocasiones, se produjeron agresiones físicas y hasta homicidios. La memoria es frágil y sólo recordamos, o vemos, lo que nos interesa.
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