8/12/2008

La Tierra

Me pasa un habitual del local de la tertulia una nota en una servilleta referida al locutor estrella de la cadena radiofonica de la Conferencia Episcopal, COPE, Federico Jimenez Losantos, que mas que una evidencia es una gregería, si atendemos a los problemas judiciales que le ha ocasionado utilizar el insulto y la maledicencia en su programa de radio.

En las antípodas sobre la forma de entender el periodismo, y la estética, del mencionado locutor está Manuel Vicent que nos deleita cada semana desde El Pais con sus crónicas, y ahora con un especial sobre las imágenes que cambiaron nuestra vida que dedica la última semana a La Tierra, con un artículo que no me resisto a copiar.


Adiós a la Tierra MANUEL VICENT
El 17 de febrero de 1600, en Campo dei Fiori de Roma, los servidores del Santo Oficio descargaron un carro de leña a media mañana para preparar la hoguera donde iba a arder Giordano Bruno, condenado por blasfemia, herejía e inmoralidad. Todo lo que había dicho este filósofo en su cátedra para merecer el fuego había sido que la Tierra ya estaba en el Cielo, puesto que navegaba por el espacio. En la tolerante ciudad de Venecia se creía a salvo, pero fue juzgado por la Inquisición, encerrado en las mazmorras del Vaticano durante siete años y finalmente entregado por el papa Clemente VIII al brazo secular para que lo mandara al infierno, puesto que no se retractaba. Lo que no sabía Giordano Bruno es que la tierra navega por el espacio a treinta kilómetros por segundo, una velocidad pareja al fanatismo y a la maldad de algunos hombres, como sabe cualquiera en nuestros días.
Cuando las cenizas de Bruno fueron aventadas, Galileo tomó su relevo en el excitante enigma de los astros. Uno de sus primeros trabajos consistió en perfeccionar el telescopio holandés y cuando consiguió una lente de veinte aumentos convocó al Consejo de Venecia en la cima del campanile de San Marcos y la enfocó hacia la luna para mostrar a los clérigos y prebostes civiles los accidentes geológicos que había en su superficie. Este descubrimiento echó abajo la teoría física aristotélica que consideraba los astros como esferas celestes, puras, perfectas e inmutables. Galileo fue condenado a la hoguera y sólo un falso arrepentimiento de última hora le libró de convertirse también en un excelente asado.
Durante la Edad Media todo lo que se conocía del hombre se sabía a través de Dios, centro del Universo, pero en el Renacimiento el hombre ocupó su trono. El humanismo volvió la mirada a la antigua Grecia. El Pantocrator de las iglesias bizantinas fue sustituido por el David de Miguel Angel, los científicos comenzaron a enfrentar los experimentos a los dogmas y los astrónomos por su parte ensancharon el concepto del universo cada vez más profundo y misterioso. El impulso del humanismo duró varios siglos, hasta que finalmente una máquina rompió la atracción de la Tierra y puso al hombre a flotar por el espacio con los mismos movimientos neumáticos del feto en una nueva placenta.
La carrera espacial de rusos y norteamericanos no era sino la fuerza centrífuga de la humanidad, que de forma ciega la impulsaba a abandonar el vientre de la madre. La llegada del hombre a la luna el 20 de julio de 1969 fue realmente otro Renacimiento. La huella de Neil Armstrong sobre el polvo lunar era la señal que marcaba el inicio del fin de la naturaleza carbónica del hombre. El humanismo había terminado. A partir de esa bota de astronauta los metales comenzarían a ser inteligentes. Los replicantes estaban al llegar. Las naves que ardían más allá de Orión eran los reflejos de la hoguera de Giornano Bruno, que en forma de rayos T iban a alcanzar muy pronto la puerta de Tannhäuser.
La imagen de la Tierra vista desde fuera como un ente extraño ha revolucionado la conciencia humana. Somos pasajeros de una nave que navega por el espacio sometida a unas leyes inexorables del universo. Alrededor de la Tierra flotan ahora 6.500 instrumentos metálicos, algunos de los cuales aun son humanos vestidos de amianto. Desde la órbita terrestre preparan nuestro futuro hogar en otros planetas, pero alguno de estos metales inteligentes está destinado a vigilar todavía nuestros pensamientos y son capaces de contar los pelos que cada uno de nosotros tiene en el fondo de la nariz, muy cerca del cerebro. Desde esa altura la humanidad es sólo una aventura bioquímica que se mueve sobre una película infinitesimal de la superficie de la Tierra, que ha brotado en su piel como un eczema. Por otra parte nuestra soledad es absoluta. La estrella más próxima de nuestra galaxia está a cuatro años luz, pero en nuestra mente existen miles de millones de planetas donde los monstruos de la vida son nuestros congéneres hermanados en la química universal.
Después de ver la Tierra en una visión extracorpórea la conciencia colectiva ha generado una nueva forma de pensar. Nada que no sea global, planetario y universal tiene ya sentido. Todos los sueños de la humanidad se disparan hacia las galaxias y al mismo tiempo han instalado en el fondo de nuestro cerebro un principio insoslayable: en esta nave o nos salvamos todos o perecemos todos. Este pensamiento nuevo, que se deduce de la cosmonáutica, podría convertir a esta nave, dentro de la atmósfera, junto con los animales, bosques, mares, ríos y montes una categoría metafísica, de modo que la Tierra recobraría la idea de perfección con que Aristóteles dotaba a las esferas celestes. Todo empezó en el Campo dei Fiori de Roma donde ardió un profeta de los astros.

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