Excelente reflexión de Maruja Torres para los tiempos que
corren.
Es la lobotomía, estúpidos
Quiero un vacío existencial en donde la inteligencia pueda expandirse en busca de ideas progresistas y de personas de mentes abiertas que se ayudan unas a otras
Me pido con urgencia un carnet de apátrida. Me
pido, mejor dicho, un no carnet de no pátrida ni pútrida de patriotismos.
Quiero un vacío existencial en donde la inteligencia pueda expandirse en busca
de ideas progresistas y de personas de mentes abiertas que se ayudan unas a
otras, que se estiran y se acomplejan -de adaptarse a la complejidad, no de
regodearse en los complejos-, quiero un territorio inexistente pero siempre en
estado de ampliación, en donde se nos deje en paz a quienes no creemos en
patrias ni en cortejos, ni en desfiles ni en declaraciones pomposas, ni en
gritos ni en soflamas, ni en himnos, ni en más enemigos que aquellos que
atentan contra la libertad de las personas, que nunca es la de las banderas.
Me declaro intolerante contra los enemigos de la
inteligencia, que están en toda partes, e indiferente ante los trémolos
gloriosos de quienes patrimonializan las naciones, ese odioso invento. Soy
partidaria de las ciudades que se hermanan, de los ciudadanos que se reconocen,
de los hermanos que no nos da la sangre, sino el aprecio, e incluso en este
último caso no soy seguidora del mogollón, sino del esfuerzo de escoger y de la
voluntad de amar, no por encima sino por los lados, me quiero respetar en un
nivel horizontal en el que nadie se hunda, y en donde los que sobresalen nos
ayuden a igualarles.
Aspiro a desterrar de mí y de mis alrededores las
bajas pasiones que confunden el gregarismo con el clamor de un pueblo, y que
convierten el clamor de un pueblo -con la ley de Lynch, la otra cara de una
misma moneda- en una exigencia indiscutible.
Me declaro anti identitaria, o en todo caso elijo
la identidad menos asesina, esto es, la más cosmopolita, la que acude en ayuda
de quien está en apuros, la que no se ofende por tener que leer a un autor en
su lengua original, en vez de en una traducción mediocre, y la que no se
enorgullece de ver películas dobladas a su idioma. Pertenezco a una generación
que quiso borrar fronteras, y eso estuvo bien, estoy convencida de que estuvo
bien, y de que merece la pena que lo mantenga hasta mi último suspiro.
No me gustan los trajes regionales, ni los trajes
nacionales, ni los tricornios ni los sombreros de copa, ni las botas militares
ni las alpargatas policiales. No me gusta la soberbia de ser muchos, cuando
tanto cuesta mantener la dignidad de ser uno.
En el siglo veintiuno, todo esto deberíamos ya
saberlo. Más que saberlo, haberlo absorbido por los poros, metabolizándolo. Que
el traje se rompa siempre por las mismas costuras constituye un fracaso abismal
porque, si algo contiene sustancias cancerosas perjudiciales para la humanidad
(con minúscula, la de cada ser humano; con mayúscula, la que se despedaza en
guerras), ese algo es el nacionalismo, venga de donde venga.
De modo que me declaro apátrida y me exilio hacia
adentro, allá donde no pueda alcanzarme la lobotomía colectiva de los pueblos
que siguen comprando burras y vendiendo coces.
Feliz, dulcemente apátrida hasta disolverme en la
nada.
Dadme pan con aceite. Aceitunas, vino y miel. No
preguntaré origen.
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