1/03/2018

Coreomanía



Dice el neurobiólogo José R. Alonso “ La tarantela es un baile popular del sur de Italia, muy difundido de Puglia a Sicilia. Su origen está, al parecer,  en los colonos griegos que llegaron a Sicilia y el sur de la península itálica y llevaron con ellos los bailes en honor de Apolo y Dionisio. La danza se caracteriza por un movimiento muy vivo, in crescendo, en el que cada vez se baila más rápido, siguiendo el compás de una música con un compás de 6/8 (a veces 18/8 o 4/4) acompañada de palmas, castañuelas o panderetas. La tarantela, tanto el baile como la música que la acompaña, es conocida en todos los pueblos del sur de Italia desde la infancia y las madres se las cantan a los bebés mientras les hacen cabalgar sobre sus rodillas cada vez a mayor velocidad, con las consiguientes risas del niño. Su melodía incorporó posteriormente influencias como el fandango español o músicas africanas o árabes, con quien el sur de Italia ha estado siempre en contacto.
Históricamente, se ha atribuido a la tarantela un valor terapéutico para un trastorno del sistema nervioso. En la Edad Media se pensaba que bailar el solo de la tarantela curaba un tipo de locura llamado tarantismo supuestamente causado por una picadura de la mayor araña europea, la araña lobo o tarántula. Se suponía que bailar la tarantela permitía sudar el veneno de la sangre, como si esos movimientos cada vez más rápidos centrifugaran la ponzoña de la araña fuera del sistema circulatorio. Personas que sentían un picotazo o que se veían una marca en la piel creían ser víctimas de la tarántula e iniciaban, con la ayuda de sus vecinos, la danza de la tarantela. También se sumaban al baile personas que creían haber sido mordidas por una tarántula en el pasado y que pensaban que de no hacerlo, de no ponerse a bailar, el veneno que persistía en su organismo podía activarse, particularmente por el calor y había que eliminarlo sudando. De hecho, el tarantismo sólo se producía en los meses de verano.”

En la Fresneda hay que describir un tipo distinto de alteración que no tiene predominio estacional y que se parece más al baile de San Vito, aquel mártir siciliano que tenía la enfermedad de Huntington, la Corea de Sydenham o cualquier otra alteración, que hace que al menor reclamo se muevan los cuerpos sin ton ni son al reclamo de una música ratonera.
 

La epidemia de baile de 1518 (o cómo los malditos danzaron hasta morir)

Publicado por Manuel de Lorenzo

The Dancing Mania. Pilgrimage of the Epileptics to the Church at Molenbeek, de Pieter Brueghel el Viejo, 1564.
Nadie sabía por qué habían comenzado a bailar, pero allí estaban. Un día cualquiera de 1278. Sobre uno de los puentes que cruzaban el río Mosa, en la frontera occidental del Sacro Imperio Romano Germánico. Se trataba de una multitud formada por doscientas personas que agitaban sus cuerpos descontroladamente. Compulsivamente. Incapaces de detenerse. Como si hubiesen sido víctimas de alguna clase de maleficio diabólico que las obligaba a moverse en contra de su voluntad.
De repente, el puente se vino abajo. La mayoría de los que bailaban sobre él cayeron en el río y comenzaron a ser arrastrados por la corriente. Para sorpresa de todos los presentes, sin embargo, ninguno de ellos hizo esfuerzos por alcanzar la orilla o mantenerse a flote. Todo lo contrario. En lugar de intentar nadar, en lugar de intentar ponerse a salvo, todos continuaban contorsionándose en el agua, batiendo sus brazos y piernas como posesos, hundiéndose cada vez en mayor número y pidiendo auxilio porque, sencillamente, no podían dejar de bailar. Ni siquiera mientras se ahogaban.
Muchos perecieron aquel día en el fondo del río. Los supervivientes, algunos de ellos lesionados debido al derrumbamiento del puente, fueron transportados a una capilla cercana dedicada a san Vito. Allí, poco a poco, todos fueron dejando de retorcerse y recobrando la normalidad. Ninguno supo explicar por qué se había puesto a bailar. Pero, sobre todo, ninguno supo explicar por qué no había sido capaz de parar.
Lo que sucedió en 1278 a las orillas del río Mosa —concretamente en Maastricht, de acuerdo con el historiador John Waller— no fue un hecho aislado. Aproximadamente un siglo más tarde, a apenas veinte o treinta kilómetros de allí, en Aquisgrán, se produjo uno de los episodios más multitudinarios de los que se tiene constancia, viéndose afectadas al mismo tiempo poblaciones tan distantes como Colonia, Metz, Utrecht, Brujas e incluso Estrasburgo, cuatrocientos kilómetros al sur. Cuatro décadas antes, en 1237, un grupo de niños recorrió bailando y saltando los más de veinte kilómetros que separan las ciudades de Erfurt y Arnstad, en clara similitud con la leyenda del flautista de Hamelín, originaria de la misma zona y de la misma época. Otros casos se registraron en Bernburg dos siglos antes. Otros, en Inglaterra varias décadas después. En 1428, en la ciudad-estado de Schaffhausen —hoy en día, capital del cantón suizo homónimo—, los monjes de un monasterio documentaron cómo uno de ellos comenzó a bailar sin motivo y no fue capaz de parar hasta que cayó muerto.
En realidad, tal y como apunta el profesor de la Universidad de Virginia H.C. Erik Midelfort en su ensayo de 1999 A History of Madness in Sixteenth-Century Germany, desde el siglo VII hasta el XVII todo el centro de Europa fue testigo en numerosas ocasiones de estos brotes que, por aquel entonces, fueron denominados como «baile de san Vito». Según Midelfort, los cronistas de la época lo describieron como «una clase especial de convulsión que surge de la sangre u otros humores, de tal forma que los vasos nerviosos y los instrumentos del movimiento voluntario son excitados y estimulados hasta [provocar] tan extraordinarios y asombrosos movimientos». En el artículo The Dancing Pilgrims at Muelebeek, publicado por Dorothy M. Schullian en 1977 en el Journal of the History of Medicine and Allied Sciences de la Universidad de Oxford, la autora destaca cómo los bailarines «chillaban, cantaban, sufrían visiones, invocaban tanto a Dios como a los demonios, y finalmente se desplomaban quejándose de un intenso dolor e hinchazón abdominal». Se refiere en el texto al grabado de Pieter Brueghel el Viejo sobre un brote que se produjo en un suburbio de Bruselas en el año 1564. Más adelante, otros pintores como su hijo, Pieter Brueghel el Joven, o Henricus Hondius I reprodujeron la mencionada escena.

Versión (detalle) de Pieter Brueghel el Joven.
Pero el caso más grave de estas misteriosas epidemias de baile fue el que sucedió en Estrasburgo en los meses de julio y agosto de 1518. Posiblemente, el brote mejor documentado de todos ellos, junto con el de 1374 en Aquisgrán.
Una mujer, de nombre Troffea, comenzó a bailar fuera de control en una de las calles de la ciudad. Al día siguiente, continuaba bailando. En una semana, se habían unido a ella treinta y cuatro personas, un número que se elevó hasta aproximadamente cuatrocientos bailarines en el plazo de un mes. El resto de habitantes de Estrasburgo creían estar presenciando la danza de los malditos. Intentaban detenerlos, les rogaban que parasen, pero era imposible.
Escribe John Waller en A forgotten plague: making sense of dancing mania: «El curso de la epidemia de 1518 puede ser minuciosamente detallado con la ayuda de bandos municipales, sermones, y las vívidas descripciones que nos dejó el brillante médico del Renacimiento, Paracelso (…). En una cosa coinciden los escritores contemporáneos y los modernos: aquellos que bailaban lo hacían involuntariamente. Se retorcían de dolor, gritaban pidiendo ayuda y suplicaban piedad». Según los informes de la época, en Estrasburgo, durante aquellas semanas, fallecieron bailando alrededor de quince personas al día por infarto, derrame cerebral o agotamiento.
«Se creía que el baile era al mismo tiempo la enfermedad y su cura —continúa relatando Waller—. Numerosas personas recobraron el juicio temporalmente, bailando a propósito hasta el olvido con la creencia de que solo de este modo se levantaría la maldición. Por la misma razón, en Estrasburgo en 1518 las autoridades ordenaron que los bailarines continuasen bailando día y noche, para lo cual se construyó un escenario especial en el centro de la ciudad donde se pudiesen mover con libertad».
Resulta difícil imaginar una escena más macabra. Docenas de personas sacudiendo trágicamente sus extremidades, troncos y cabezas sobre una plataforma mientras el resto de vecinos, los que han escapado al hechizo, observan desde la plaza cómo algunos van muriendo exhaustos y a otros se les rompen los huesos de las rodillas y los tobillos sin que nadie pueda hacer nada por ellos.
Creyendo que las causas de la plaga eran de naturaleza sobrenatural y convencidos de que solo con más baile podrían erradicarla, las autoridades decidieron contratar entonces a músicos profesionales para mantener a los endemoniados en constante movimiento. John Waller concluye: «La medida fue un desastre». Hubo que esperar hasta principios de septiembre para que la epidemia cesase. Un buen día, de buenas a primeras, los que sobrevivieron dejaron de bailar. Y eso fue todo.
Se registraron otros casos a lo largo del siglo XVI, como el de Basilea de 1536 o el de Bruselas de 1564, reflejado en el grabado de Pieter Brueghel, pero una vez llegado el siglo XVII, los brotes de danza maldita desaparecieron como por arte de magia sin que la ciencia haya podido explicar jamás qué era exactamente lo que los provocaba.
Algunos han querido encontrar cierta relación con la corea de Sydenham o «corea menor», una enfermedad infecciosa del sistema nervioso producida por la bacteria Streptococcus pyogenes, pero no explica el contagio de grupos tan multitudinarios y en momentos distintos. También se descarta la «corea mayor» o «chorea magna», nombre que recibieron estas epidemias junto con el de «chorea sancti viti» hasta su desaparición y con el que hoy se designa la enfermedad de Huntington, un grave trastorno neurológico y degenerativo de carácter no infeccioso.
Se ha hablado también de tarantismo, de histeria colectiva, hasta de posesiones demoníacas. Últimamente ha adquirido fuerza la hipótesis de que estos brotes, en realidad, pudieron haberse debido a la ingesta accidental —o quizá no tanto— de Claviceps purpurea o cornezuelo, un hongo que crece en el centeno, entre otros cereales y hierbas, y del que se obtiene la dietilamida de ácido lisérgico o LSD, pero no es sencillo explicar la duración de sus efectos en el tiempo.
Lo que nos lleva a inferir que, tal vez, después de todo, no exista una explicación para las epidemias de baile. Así como llegaron en el siglo VII, se esfumaron mil años más tarde. Y resulta reconfortante. Es esperanzador pensar que a veces las cosas ocurren sin más. Porque sí. Y, sobre todo, que algún día podrían volver a ocurrir.
Porque morir por agotamiento, con los huesos rotos, pidiendo auxilio y destrozado después de semanas enteras gritando de dolor es una manera horrible de morir, no cabe duda. Nadie querría pasar por algo así. Pero hay que reconocer que, de entre todas las muertes espantosas, de entre todas las formas crueles y espeluznantes que hay de morir, quizá hacerlo bailando sea la más entretenida de todas ellas. En el fondo, aunque solo sea al principio, incluso debe de tener un punto divertido. Así que, puestos a elegir, si se ha de morir de un modo atroz, que sea ese. Qué diablos.

1/02/2018

El quinto electrodoméstico



Como sé que no andáis por esos vericuetos un tanto marginales de internet donde pululan “Webcamers” , es decir unas nuevas profesionales que se dedican a hacer shows eróticos delante de una cámara, y que han visto cambiar radicalmente su vida profesional desde hace poco más de un año, cuando se incorporó un nuevo aparato que ha revolucionado el sexo de pago por internet. Se trata del   Ohmibod, Lovesense, Vibe, Lush… etc dependiendo del fabricante, y se trata, no más, de un vibrador interactivo que se maneja a distancia y que reacciona a golpe de moneda.  En palabras de una experta:

“En realidad es un vibrador. Sólo eso. Un vibrador tan grande como una pastilla de jabón… pero todo ha cambiado desde que lo uso. Algunas noches me encuentro con diez o doce personas a las que no conozcode todas partes del mundo, manejando desde sus casas mi vibrador a su antojo. Todos al mismo tiempo. Gano bastante más dinero que antes y muchas veces es bien rico. Pero otras veces es una locura. Si te agarra alguien con mucha plata (dinero), te revienta”.

Quien les iba a decir a aquellos que crearon el quinto electrodoméstico que tendría tanta éxito para controlar la “matriz errante”. 

Para comenzar el año no está mal….


   Un médico masajeando a su paciente en una ilustración francesa de 1825.

El trágico mito del útero errante: de la vagina perfumada al médico masturbador

Durante siglos la medicina sostuvo que el útero sin fecundar se movía por el cuerpo vinculándolo primero a enfermedades, después a la demencia.

2 enero, 2018 01:49
Javier Yanes
No es casualidad que la histerectomía o extirpación del útero se parezca a la palabra "histeria". Ambos términos proceden del griego hystéra, útero, y esta relación se remonta a una antigüedad clásica que produjo grandes obras en el pensamiento y las artes, pero cuyo conocimiento científico a veces no sólo andaba muy perdido, sino que se basaba en explicaciones que hoy ruborizarían al más machista.
Un ejemplo era la creencia de que el útero era una especie de animal errante capaz de vagar sin rumbo por el interior del cuerpo de la mujer, y cuyos paseos entre las vísceras eran la causa de enfermedades como la "sofocación histérica" (hysterike pnix) que no se arreglaba de otra manera sino, en palabras de Platón, "cuando el hombre y la mujer, reunidos por el deseo y por el amor, hacen que nazca un fruto".
Platón es hoy una figura reverenciada en occidente como uno de los padres del pensamiento occidental, desde la filosofía a la política. En cambio, no es tan conocido por haber definido también lo que hoy conocemos como pensar con el pene, cuando en su diálogo Timeo escribió: "Las partes genitales, naturalmente sordas a la persuasión, enemigas de todo yugo y de todo freno, se parecen en el hombre a un animal rebelde a la razón, y que, arrastrado por apetitos furiosos, se esfuerza en someterlo todo y mandar en todas partes". Tal vez deberíamos revisar nuestro concepto de "amor platónico".
Pero la reflexión del filósofo no acababa aquí, sino que a continuación pasaba a definir el útero femenino como "un animal ansioso de procrear". "Si permanece sin producir frutos mucho tiempo", añadía el filósofo, "se irrita y se encoleriza; anda errante por todo el cuerpo, cierra el paso al aire, impide la respiración, pone al cuerpo en peligros extremos, y engendra mil enfermedades".

Una bola en la garganta

Pero ¿de qué hablaba Platón? Aunque algunos expertos dudan de que el filósofo realmente creyera en ello, en realidad no hacía sino seguir una idea extendida en su época. El propio padre de la medicina, Hipócrates, contemporáneo de Platón, se refería en su tratado sobre las enfermedades de las mujeres a la sofocación histérica, una dolencia que aparecía cuando el útero emigraba hacia la parte superior del abdomen en busca de fluido.
Esto provocaba en las mujeres síntomas como dificultad de respiración, dolores en el corazón, mareos, pérdida de la voz y exceso de saliva. Según escribían Harold y Susan Merkey en la revista Canadian Medical Association Journal, este supuesto movimiento del útero causaba asfixia y una sensación de "bola en la garganta".
Para forzar al útero a que regresara a su lugar, Hipócrates recomendaba masajes manuales, pero también empapar un pedazo de lana en perfume y enrollarlo alrededor del cañón de una pluma de ave, introduciéndolo después en la vagina. Al mismo tiempo, en la nariz se colocaba alguna sustancia de olor desagradable, como vinagre, o se quemaba polvo de cuerno para que la paciente lo inhalara.
De este modo, como en el sistema del palo y la zanahoria, el útero regresaba atraído por el aroma del perfume en la vagina y huyendo del olor molesto o del humo en la nariz. Sin embargo, según los Merskey la cura definitiva y segura era "el matrimonio o el embarazo".


 Una ducha pélvica a presión, uno de tantos remedios para la histeria. 
 
Lo curioso es que esta idea del útero como una especie de animal con voluntad propia perduró durante siglos, incluso después de saberse que estaba anclado en su lugar a través de ligamentos. Según los Merskey, unos 500 años después de Platón e Hipócrates, el médico griego Areteo de Capadocia escribía que el útero "se asemeja estrechamente a un animal", ya que "se mueve por sí mismo aquí y allá en los flancos y también hacia arriba", hacia el hígado, el bazo o el corazón.
"En una palabra, es errático", concluía. Areteo añadía, siguiendo a Hipócrates, que al útero le atraían los aromas fragantes, huyendo de los olores fétidos. "En resumen, el útero es como un animal dentro de un animal", decía. Los mismos autores describen un exorcismo medieval para ordenar al útero que abandonara otros órganos, enumerados en la fórmula desde la cabeza a los dedos de los pies, y que permaneciera "tranquilo en el lugar que Dios te ha asignado".
"Te conjuro, útero, por nuestro Señor Jesucristo, para que no dañes a esta doncella sierva de Dios", decía el ritual. Según los Merskey, documentos como este sugieren que en aquella época la sofocación histérica se asociaba a la brujería y la posesión diabólica. Los escritos medievales se referían a la asfixia histérica como "globus hystericus".

Paroxismo histérico

Pero si la teoría del útero errante acabó cayéndose, no así la de la sofocación histérica, que después llegaría a ser conocida simplemente como histeria. Por entonces ya no se consideraba exclusivamente restringida a las mujeres, pero sí seguía sosteniéndose que ellas eran las más afectadas, reflejando la incomprensión de los ciclos menstruales, la menopausia y sus efectos fisiológicos y psicológicos.
Algunos autores suponían un influjo de la putrefacción del semen retenido en el útero, mientras que otros achacaban la enfermedad precisamente a la falta de penetración que privaba a la mujer de los presuntos beneficios de la emisión masculina.
Una solución al problema era la manipulación de los genitales femeninos hasta llegar al "paroxismo histérico", el orgasmo. Pero dado que la masturbación femenina se consideraba tabú, los médicos no la recomendaban. Algunos especialistas recurrían a esta cura, en ocasiones por medio de una comadrona que se encargaba de masajear a la paciente.

Anuncios de vibradores en el catálogo de productos de los almacenes Sears.

En el siglo XIX, con la electricidad y la industrialización, aparecieron los primeros vibradores electromecánicos. Según Rachel P. Maines, autora del libro La tecnología del orgasmo: la histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres (edición en castellano: Milrazones, 2010), el vibrador fue el quinto electrodoméstico que salió al mercado, después de la máquina de coser, el ventilador, la tetera y la tostadora, y antes que la aspiradora y la plancha.
Maines señala que este útil aparato permitía a los médicos inducir el paroxismo histérico a sus pacientes sin el trabajoso esfuerzo manual, pero también a las propias mujeres emplearlo en la comodidad de su hogar. "La vibración es vida", decía un anuncio de la época. Para no ser un animal errante, desde luego la matriz femenina sí ha tenido que recorrer un largo camino histórico para llegar a ser comprendida por una medicina dominada por el punto de vista androcéntrico.