Hay quien piensa que la obligatoriedad de doblar todas las
películas en España, una norma de 1941 (tercer año triunfal) copiando la
establecida en la Italia de Mussolini en defensa de la lengua, nos ha relegado
en el conocimiento de los idiomas extranjeros, especialmente el inglés, y de
hecho somos el único país de la comunidad iberoamericana que sigue doblando el
cine que viene de afuera. Claro que en todas partes cuecen habas, y en
Catalunya a calderaos, porque no hace mucho (2010) han aprobado una ley que
obliga a las distribuidoras a doblar al catalán el cine extranjero, también,
como aquella ley de Mussolini, para proteger el idioma de Greuges
de Caboet, Ramon Llull, o
de Milá
y Fontanals.
Salud camaradas
¿Habla usted mi idioma?
Los doblajes ponen en la boca de los actores algunas frases que no se usan en el mundo real
Algunas cosas solo suceden en el cine. Por ejemplo, mantener una agradable
conversación telefónica y colgar sin decir “hasta luego”. O ir a un gran
edificio en coche y aparcar justo a la puerta. O que todos los teléfonos
empiecen con 555.
Los traductores del cinematógrafo han desarrollado también un séptimo arte
de hablar. Así, escuchamos con frecuencia a los actores algunas frases que casi
nunca oímos en nuestra vida cotidiana.
Cuando alguien no está de acuerdo con algo, suele decir a este lado de la
pantalla: “No estoy de acuerdo”. O “no lo veo, chico”. O “ni de coña, maja”. O
“ni hablar”. En cambio, si actuase ante una cámara diría: “No creo que sea una
buena idea”.
Sabemos que los doblajes obligan a resolver un sudoku en el que juegan el
movimiento de los labios y lo que se decía en la lengua original. Pero da la
sensación de que algunos guionistas han tomado carrerilla y aplican esas extrañas
fórmulas incluso a las obras rodadas en español.
Así, oímos a menudo en el cine: “¡Que te den!”. ¿Que le den qué? En el
español de España se aprecia que falta algo. Además de lo que usted ha pensado,
podría completarse así: “Que te den morcilla”.
En muchas películas, alguien cae rodando por las escaleras —propinándose un
golpe en cada peldaño— y le pregunta quien le espera abajo para recogerlo
amorosamente y reconfortarlo: “¿Te encuentras bien?”. Y el espectador tendrá
ganas entonces de pensar: “Coño, ¿no ves que se ha caído por las escaleras?,
¿cómo se va a encontrar?”. Claro, porque el espectador, si estuviera al pie de
la escalinata de mármol por la que se ha derramado el torpe protagonista,
preguntaría en ese caso: “¿Te has roto algo?”; pues ha quedado claro que bien
del todo no puede encontrarse.
Por el contrario, alguien se merece una felicitación por ese hallazgo tan
exclusivamente cinematográfico que se pronuncia cada vez que se encuentran dos
personajes en una selva, o similar: “¿Habla usted mi lengua?”. Merece elogio,
digo, porque la fórmula sirve para cualquier idioma original en que se haya
rodado la película y para cualquier lengua a la que se traduzca; pero si el
otro no habla su idioma, ¿cómo va a entenderle la pregunta? Usted dígale
“buenos días” y ya le contestará “buenos días tenga usted” si es que ha
entendido su lengua. Si no la entiende, la misma cara le va a poner que si
preguntara “¿habla usted mi lengua?”; y si la entiende se ahorrarán preámbulos
y entrarán ya en materia después del saludo inicial.
En la vida real, alguna gente no sabe cómo decir que no. Debieran ir más al
cine. Si alguien le propone a un amigo que cruce la montaña para encontrarse
con su primo, pongamos por caso, puede recibir esta respuesta: “Cruzar la
montaña no es una opción”. O sea, el actor dice de esa guisa lo que a este lado
de la pantalla expresaríamos de otro modo: “No se puede cruzar la montaña”, tal
vez porque alberga peligros insondables o porque sencillamente no se puede
cruzar la montaña.
Si se hubiera rodado una película sobre el torero Rafael El Gallo,
su famosa frase “lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible” la
habrían formulado de otra manera: “Lo que no puede ser no puede ser, y además
no es una opción”.
En algunas películas, lo que a este lado de la pantalla llamamos “funeral”
se denomina “servicio religioso” (aunque no quede muy claro qué servicio recibe
el muerto); y si alguien obtiene un éxito no gritará “¡bien, bien!”, o “¡qué
suerte!”, o “¡de puta madre!”, sino “síiii, síiii, síiii”. Y si va a suceder
una catástrofe, quien se da cuenta de lo que se avecina gritará horrorizado:
“¡Ooooh, Dios mío!”. Y el que esté a su lado agregará: “¡Maldita sea, maldita
sea!”.
Hay que entender todo eso, porque no debe de resultar fácil traducir un
diálogo con el metrónomo del movimiento bucal.
Siempre será mejor la versión original subtitulada, claro; pero solo si
tenemos la suerte de no encontrarnos muchas faltas de ortografía en sus textos.
Porque, ¡ooooh, Dios mío!, a veces parece que en los subtítulos tampoco
hablasen nuestra lengua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario