He sentido desde muy joven verdadera fascinación por la sexualidad de las
mujeres y he llegado a la conclusión de que si resultan excitantes es porque no
hay en la feminidad un solo misterio cuya resolución no suponga la aparición de
algún misterio nuevo, como en esas obras de teatro inglesas en las que al abrir
una puerta el personaje se encuentra frente a tres puertas con las que no
contaba. En mi primer acercamiento a la sexualidad de las mujeres tomé como
modelo a tía Pepita, que era comadrona en Cambados y había tenido un novio que
decidió meterse cura. Nunca supe que tía Pepita tuviese relaciones sexuales con
alguien y el único indicio de felicidad acaso erótica que recuerdo en ella es su
sonrisa al pedalear en la bicicleta en la que acudía a los partos. Cuando
después de un largo pedaleo arrimaba la bicicleta a una pared en el vestíbulo de
casa, yo me acercaba a oler el sillín mientras también lo rondaba una jadeante
rondalla de perros. En una ocasión reuní un puñado de hormigas sobre el sillín y
los bichos se quedaron casi dormidos, seguramente saciados por el almíbar
suculento, seroso y puerperal del cuero. A tía Pepita no le gustaba mucho que yo
le pidiese la bicicleta para salir de paseo y a mí entonces me parecía que lo
que le preocupaba al negármela no era mi integridad física, sino mantener a
salvo el secreto de su sexualidad, la marroquinería de aquella lujuria a la que
yo creo que renunció justo el día que decidió no ir a los partos pedaleando y
retiró su «Orbea» a un lejano poyete suspendido del techo. Años más tarde, ella
decidió descolgar la bicicleta, salí a dar un paseo en ella y me di un batacazo.
Y tía Pepita me puso la cena y se me quedó mirando con su abacial severidad
victoriana, como si supiese que lo mío con la bicicleta hubiese sido
incesto.
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