Estoy seguro que
desde Madrid, o desde Berlín, donde se toman algunas decisiones que afectan
negativamente a Asturias, no se tiene en cuenta que pasada la cordillera
Cantábrica desde la meseta el cielo se vuelve plomizo y que nuestro espectáculo
natural tiene relación directa con este fenómeno meteorológico, que a pesar de
repetido siempre nos pilla de nuevos, y lo que es peor, nos induce una
melancolía próxima a la depresión que no es buena compañera de nuestra extrema
situación económica. Con las cosas así, la radicalización de la lucha en las
cuencas es cuestión de tiempo y de actitudes como las de este
gobierno.
Entretanto, Jose Luis Alvite nos cuenta sus
historias por capítulos...
Guiso de calamares (I); por José Luis Alvite
17 Junio 12 - - José Luis Alvite
Me
esperaba casi cada noche al amparo de la oscuridad, en el callejón por el que
salía del periódico después de haber entregado mi crónica de sucesos. El gitano
Dimas Gabarri había asesinado años atrás a un hombre en la ciudad de A Coruña y
con la prisión se había vuelto casi razonable. A veces me contaba cosas y no le
importaba delatar a otro a cambio de una pequeña suma de dinero que yo pagaba de
mi bolsillo. Ni él ni yo teníamos dudas morales sobre eso. Yo vivía de escribir
y él y los suyos tenían que comer. Una noche el bueno de Dimas me dijo que él
tenía conciencia, pero que cuando apretaba el hambre, en las advertencias de
Dios se le mezclaba, como una tentación insuperable, el recuerdo de haber olido
un guiso de calamares al pasar por la puerta de una tasca. Después me dio la
noticia de un atraco sin importancia, un asunto de medio pelo que no habría
merecido una sola frase en el periódico, y rehusé pagarle. Entonces detuvo sus
pasos, me sujetó de un brazo y me dijo: «¿Qué quieres que haga? Vivimos en una
ciudad pequeña. Hay gente decente por todas partes. Joder, colega, esta ciudad
es más tranquila que su cementerio. No puedo traerte un cadáver cada noche.
Estamos pasando un bache, hermano. El otro día atraqué a un hombre de madrugada
en una calle desierta. El tipo tenía los bolsillos vacíos. Me dio pena. ¿Sabes?,
me dio mucha pena, así que me largué antes de que, por culpa de sentir
compasión, el jodido atraco me costase dinero. Vivo en un chamizo con mi mujer y
tres hijos que se suben a la mesa para que no los muerdan las ratas.
Necesito dinero, hermano, y resulta que vivimos en una ciudad decente. Te traigo
lo que tengo. La gente tiene últimamente el jodido vicio de no matar. ¿¡Qué coño
quieres que haga!?»
Guiso de calamares (II); por José Luis Alvite
18 Junio 12 - - José Luis Alvite
No era fácil
entender las razones por las que aquel tipo había asesinado a un hombre y se
dedicaba a delinquir. Al gitano Dimas Gabarri su conciencia le aconsejaba no
matar, pero resultaba que su dignidad le impedía mendigar, así que casi sin que
me diese cuenta se convirtió en una especie de becario al que me vi en el
compromiso de costearle una parte de sus gastos y algunos vicios. Al menos la
mitad de mi sueldo acababa en sus manos. Con razón una madrugada entró
exultante en un céntrico pub de la ciudad y presumió de vivir del periodismo.
Entre mi cobardía y su verborrea, aquel tipo había conseguido invertir los
papeles y yo me sentía como el ventrílocuo al que su muñeco le metiese de vez
en cuando la mano por el culo. Naturalmente, Dimas lo veía de otro modo. Para
él nuestra relación se trataba de una perfecta muestra de buena vecindad, la
demostración de que el periodismo podía alimentarse de la realidad por su
cercanía a las fuentes, sin recurrir a la Policía, algo así como comprar
el pescado en la cubierta del palangrero sin necesidad de pasar por la lonja. A
cambio de arruinarme por culpa de Dimas, reconozco que gracias a aquella vecindad
nadie me pisaba una noticia. Todos los datos que me traía aquel tipo eran
fiables. Dimas tenía la mirada sesgada como si me viese a través de los ojos
despoblados de un muerto y yo a veces pasaba miedo al enfrentarme a sus ojos en
la oscuridad del callejón. También él temía que los otros criminales
descubriesen que era un delator y no comprendiesen que lo suyo no era traición,
sino periodismo. Una madrugada me dijo: «Tendrás que arreglártelas sin mí. No
puedo traicionar a mis colegas. Puede que no lo entiendas, pero en este caso mi
conciencia no me permite ser decente».
Guiso de calamares (y III); por José Luis Alvite
19 Junio 12 - - José Luis Alvite
Una tarde me
dijeron en comisaría que el gitano Dimas Gabarri había aparecido muerto en
extrañas circunstancias en otra ciudad y confieso que por primera vez en mi
carrera no quise saber nada de un asunto turbio que se presentaba interesante.
Recordé su tensa amistad, los delirantes momentos de furia y tantas
noches compartidas. Visité a su viuda en el ahumado chamizo a las afueras de
Compostela. Me contó que Dimas llevaba un tiempo ilusionado con la posibilidad
de cambiar de vida y me agradeció que le hubiese servido de ayuda. La chica de
Dimas se llamaba Fabiola, olía a sexo con calamares y vivía con dos hijos
muy pequeños en un sitio miserable en el que en caso de incendio a mí me
pareció que con el asco hasta se habría extinguido el fuego. Era mediodía y la viuda de mi amigo había puesto agua al fuego
para cocer unas verduras con la esperanza de que supiesen remotamente a jamón
gracias a la sabia decisión de no lavarlas. Recordé que una noche Dimas me
había dicho que su mujer era una chica estupenda que le atraía mucho porque se
lavaba «lo justo para no echar a perder su excitante olor de hembra». A pesar
de ser un tipo imprevisible, capaz de matar a un hombre en un repentino
arranque de furia, el gitano Dimas era muy sensible para lo carnal y muchas
veces al hablar de mujeres me había asegurado que cuando tenía sexo con Fabiola
se insultaban como si se odiasen y él sabía que su chica estaba al borde del
orgasmo porque al mirarla a ella a los ojos los perros rompían a ladrar.
Aquella tarde de verdura y tristeza Fabiola me invitó a que esperase a su lado
para la cena. Iba a comprometerme, pero rehusé. La besé en la mejilla y marché
al periódico. Creo que los perros de Dimas tardaron mucho tiempo en ladrar.
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