FRANCISCO GARCÍA PÉREZ Soy portador de buenas noticias: el mundo no se acaba en este 2012 y la curiosidad cultural sirve para no aburrirse nunca. Voy por partes. Este verano, hallándome en las soledades de un balneario, noté que me perseguía, allá adonde fuese, el canto o la voz o lo que fuere de un pájaro. Decía dos veces seguidas «cu», pausaba un segundo y remataba con un tercer «cu». Durante los desayunos salutíferos, los paseos entre encinas, los vapores y baños curativos, las siestas sin sobresalto, las tardes al sol, las noches en vela lectora, allá donde estuviese, oía y escuchaba el «Cucú... cu». Rompiendo mi voto de silencio, telefoneé al naturalista Luis Mario Arce, que es quien más sabe de pájaros. Oculto, muerto de ridículo, imité el «Cucú... cu» dichoso y le pregunté de qué ave se trataba: «Es una tórtola turca, sin duda», sentenció Arce. Pero un servidor, que, en su ignorancia, no distingue una tórtola de un buzón de correos y no tenía ni idea de que Turquía produjese tales animales, echó mano de su curiosidad, pasó las horas entretenidísimo y se sosegó sobre el fin del mundo sabiendo que la «Streptopelia decaocto» no decía en griego «diecinueve».
Originaria de Asia Menor, dicen que la primera tórtola turca se vio en Asturias en 1960 y que veinte años más tarde había conquistado toda la península Ibérica, de donde pasó a África y Canarias. Dicen también que, desde siempre, se vio como una maldición... suavizada. En «Bichos y demás parientes», el entretenidísimo Gerald Durrell escribe al respecto: «Al cabo, la altura y el calor del sol nos decían que era hora de almorzar, y volviendo a nuestros olivos nos sentábamos a comer y a beber gaseosa, arrullados por el soñoliento canto de las primeras cigarras del año y el suave cucú interrogante de las tórtolas turcas. "En griego -dijo Teodoro, masticando metódicamente su emparedado- la tórtola turca se llama 'deka-octur', ¿sabe?, 'dieciochera'. Cuenta la leyenda que cuando Jesucristo subía al Calvario con la cruz a cuestas, un soldado romano, viéndolo exhausto, se apiadó de Él. A la vera del camino estaba una vieja que vendía leche, conque el romano fue y le preguntó que a cómo vendía la taza. Ella le contestó que a dieciocho monedas. Pero el soldado no tenía más que diecisiete. Así que trató de convencer a la mujer de que le diera una taza de leche para Cristo por diecisiete monedas, pero ella, codiciosa, no quiso bajar de las dieciocho. Conque, cuando Cristo fue crucificado, la vieja quedó convertida en tórtola, y condenada a repetir 'dekaocto, dekaocto' (dieciocho, dieciocho), hasta el fin de sus días. Si alguna vez consiente en decir 'dekaepta' (diecisiete), recobrará su forma humana. Y si, por empecinamiento, dice 'dekaennaea' (diecinueve), entonces se acabará el mundo». No conforme con tan grata nueva, pues les aseguro a ustedes que, oído aguzado, no decía la tórtola «diecinueve», ni en griego ni en español, me entregué a buscar la etimología de «tórtola», del latín «turtur», el cual, en cierta zona de Italia, derivó en los apodos de «Turturo» y «Tortore», que, más tarde, derivaron en apellidos e incluyeron la variante «Turturro». Como no podía ser de otra forma, fui recordando películas y escenas del actor John Turturro, uno de mis preferidos: el protagonista de «Barton Fink»; los pocos minutos en que interpreta al descacharrante Jesús Quintana, vestido de morado o de azul, en «El gran Lebowski» y que valen por doce películas; el Bernie Bernbaum de la grandiosa «Miller's Crossing» (¿recuerdan?: «¡Mira en tu corazón, mira en tu corazón!»); el perplejo e idiotizado y extraordinario Pete de «O Brother».
Aún con la sonrisa puesta, salí a darme un paseo. Anochecía ya en el balneario. Un par de clientes comentaron a mi paso: «Es que no sabe uno qué hacer aquí, coño, no hay nada; qué aburrimiento». La verdad, pensé, es que no entiendo muchas veces al personal. Curiosidad, investigación, cultura: ¿quién demonios se puede aburrir con esos ingredientes?
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