Ya ven ustedes, nosotros preocupados por el cambio
horario, que a mi me trae mártir, y ahí por el mundo cada cual adopta el
calendario que le apetece, o que le imponen… Si el primer calendario solar de 365 días, de
XVI siglos antes de Cristo es los egipcios, también es cierto que más atrás, en
el 3000, ya los sumerios hablaban, escribían en tablas de arcilla, de días,
meses y años, o que algunas de las construcciones megalíticas como Stonehenge
tienen una disposición que se le supone para ese uso. Para más de 1500 millones
de personas en el mundo, el calendario que rige su vida es lunar y empieza el
día que Mahoma, el Profeta, tiene que huir de la Meca hacia Medina perseguido
por sus adversarios, y eso sucedió en el 622 de nuestra era cristiana. En esas
estamos… pero para calendario guapo, el calendario republicano de la Revolución
Francesa que, como tenía que romper con todo, en lugar de asociar un santo a
cada día, le asocia una planta o un mineral, animal o herramienta, y con esas
estaciones tan poéticas: Germinal, Floreal, Padrial, Nivoso, Pluvioso, Ventoso,
vendimiario, Brumario o Frimario… y ese verano de Messidor, Thermidor y
Fructidor… ¿Quién da más?
Ojetes, nunchakus y dioses: los calendarios en la historia
Controlar el tiempo es controlar a la gente, y
eso lo han sabido desde siempre quienes buscan gobernar a sus semejantes. Por
ello la imposición de uno u otro calendario ha sido pilar fundamental a la hora
de fijar determinadas ideas. De hecho no era extraño en la antigüedad que cada
nuevo rey (o príncipe, o emperador, o caudillo) pretendiese que la historia (la
única, la verdadera, la fundamental) empezaba con su ascenso al poder, y lo
celebrase eliminando cuantos restos quedaban del pasado. O, en otras palabras,
se quemaban libros que recogiesen hechos anteriores, se acuñaba nueva moneda y
se inauguraba un almanaque a contar solo desde la Edad Áurea (que coincidía,
claro, con la vida del ególatra de turno). Ya ven, lo habitual.
De todo eso sabían mucho los romanos, que no
dudaban en datar sus hechos con respecto al momento más importante de toda la
humanidad, que no era otro que la aparición de la ciudad. La Ciudad. Roma,
eterna e imbatida. Por eso fechaban con la expresión ab urbe condita,
que significa «desde la fundación de la ciudad», establecida el año 753 antes
de nuestra era. Según esos cálculos a partir del 1 de marzo de 2018 (hasta Julio
César ese fue el primer día del año para los hijos de la loba, aunque
hubo excepciones) estaríamos en el 2771 ab urbe condita.
No es algo extraño, claro. Cuanto antes
reconozcamos que los calendarios y las fechas no son sino una convención
(incluso una imposición) cultural antes podremos seguir avanzando en el relato.
Que es, se lo prometo, bastante divertido. De paso nos quitaremos absurdas
ideas de la cabeza sobre apocalipsis mayas, apocalipsis navajos, apocalipsis
hebreos o milenarismos varios. Piensen ustedes que ya hubo ideas de lo del fin
del mundo en el siglo I, en el III, al final del Imperio romano, en el siglo
VIII, en el año 800… Coincidirán conmigo en que eso le quita épica al asunto,
aunque alguno se la quisiera devolver. Silvestre II celebrará
la llegada del año 1000 con toda la pompa necesaria, acojonando a un grupo de
fieles con todo eso del acabar de los tiempos y salvándoles en última instancia
gracias a su piedad. También, cuentan las crónicas, tenía un gólem, una cabeza
parlante, dotes adivinatorias y bastante mala hostia. Todo un personaje, vaya.
Eso sí, tengan en cuenta que lo del año 1000 era cosa de pijitos, porque de
aquellas los campesinos andaban más centrados en si se jodería la cosecha ese
invierno o en si aquel bubón tan negro del cuello había crecido bastante…
Pues eso, vayan olvidando lo del 2018, porque es
una falacia. Desde que se inventó el contar las estaciones (al parecer los
primeros en usar un calendario solar fueron los egipcios, hace unos 4500 años)
cada cultura ha dispuesto su propia cronología. Y la nuestra no es sino una
más.
Veamos… ustedes habrán felicitado (ebriamente) el
2018, ¿verdad? Pues sepan que en algunos lugares les hubieran tomado por
chiflados o, al menos, por turistas con escasa capacidad de integración. En
Etiopía aún estamos en 2010, y no entraremos en 2011 hasta el 29 de agosto. En
Java vivimos en el 385 desde la reforma de su calendario (solo que como es
lunar, de doscientos cuarenta días, en realidad para ellos han pasado
quniientos ochenta y cinco años), en Japón corre el 2678 desde la fundación del
Imperio, para el calendario nanakshahi (de uso litúrgico entre los sij) estamos
en el 550, es el año 2843 de la era Kollam si nos regimos por el calendario
malayalam, para los musulmanes aun andamos por el 1439 desde la Hégira, los
bereberes elevan su suma hasta los 2968 años, que son 1424 para los bengalíes o
2074 para los nepalíes, y andaríamos por el 2784 si siguiésemos las cuentas de
los filósofos de la Grecia antigua, que eran tipos a los que tomar en
consideración. Hay más, ¿eh? En China van por el año 4714, los budistas están
en el 2559, los mayas (si queda alguno) en 5131, los judíos en el 5778, los
hindúes celebran el año 5120 de la Era Kali, mientras que en Irán marchan por
el 1396.
Ya ven, un follón. Da para pensar, ¿verdad?
Julio se equivoca, Gregorio lo arregla
regular…
Vimos más arriba que fue Julio César quien fijó
que el primer día del año sería el 1 de enero. Hizo más cosas, claro. Lloró en
Hispania, conquistó las Galias, cruzó el Rubicón, tuvo unas espaldas anchísimas
para aguantar hasta veintrés puñaladas, y sale en un montón de álbumes de
Astérix.
También metió mano al tiempo, porque lo de pasar
a la historia era algo que le ponía bastante al hijo de Aurelia.
De esta forma impuso un calendario de doce meses (entre veintiocho y treinta y
un días). Cada cuatro años habría uno bisiesto, lo que será el mayor problema
de esta cuenta, como veremos. Los meses estaban dedicados a divinidades o
fiestas hasta junio, y a partir de entonces pasaban a ser descripciones
ordinales. Marco Antonio renombró el mes quintilis como
julio en honor a Julio César, y años más tarde Augusto, el
sobrino nieto de César (y más cosas, si hacemos caso a Neil Gaiman)
se puso él mismo un mes, por aquello de que, joder, para eso era el primer
emperador, ¿no? Sextilis pasó a llamarse agosto, y entre eso y lo de
empezar el año en enero nuestro mes séptimo (septiembre) es en realidad el
noveno, y de ahí en adelante. Otro lío.
Claro, lo de los años bisiestos cada cuatro
parece una buena idea a priori, pero va dejando restos de cara a la posteridad.
A Julio igual no le preocupaba mucho, porque era de los de importarle poco las
herencias, y para lo que le quedaba en el convento pues eso. Pero nos sobran
once minutos y catorce segundos cada año. Un nada, una miajina de tiempo. ¿Qué
puede hacer usted en once minutos y catorce segundos? Vale, vale, mejor ni
conteste… Sucede que cada ciento veinticuatro años tenemos un día de más, y si
seguimos avanzando en la historia pues la cosa se nos complica. De tal forma
que ya en el Renacimiento corríamos el peligro de que las estaciones no
entrasen cuando deben (un poco como ahora) y en ese contexto de guerras, pestes
y cismas pues tampoco era plan de estar pendientes de chaparrones que llegan
sin que se les espere.
Así que el papado se puso manos a la obra y la
reforma vino de la mano de Gregorio XIII. En 1582 este
pontífice publica la bula Inter Gravissimas (los papas eran muy suyos
para poner títulos grandilocuentes), que instaura el nuevo calendario
gregoriano. Pero había un par de problemas.
El primero de ellos eran los días de más que
teníamos desde hacía…bueno, desde hace milenio y medio. Vamos, que nos sobraban
jornadas. Así que tendríamos que hacerlas desaparecer. A las bravas, cómo no.
En la monarquía española, por ejemplo, se pasó del día 4 de octubre al 15 de ese
mismo mes. Hop, asunto arreglado de forma (relativamente) higiénica. Que
Santa Teresa muriera ese 4 de octubre y la enterrasen al día
siguiente, que eran once fechas más allá, quedó solo como anécdota. Visto el
futuro que iba a tener el cadáver de la santa (usado como afrodisiaco para
Carlos II) parece peccata minuta.
Más complicado fue lo de incorporar todo el orbe
a esta nueva manera de contar el tiempo. La catoliquísima España fue la primera
de la lista (a otras cosas tardó más en llegar, pero para esto se las pelaban
los Habsburgo), a la vez que lugares totalmente libres de esas locuras
protestantes tan de moda en la época, como Francia, Portugal o Saboya. De ahí
en adelante, un goteo. Gran Bretaña no adoptó el nuevo calendario hasta 1752.
Eso hace que Cervantes y Shakespeare no
muriesen el mismo día, sino con diez de diferencia, pese a que pudiera ser la
misma fecha (pero no, porque en realidad Cervantes fallece el 22 de abril, el
23 lo entierran, ríanse ustedes del día del libro). Suecia se incorpora en
1712, y tiene que hacer un montón de malabarismos porque llevaba la cuenta
desfasada total. Para cuadrarla en 1712 tendrán un 30 de febrero, imaginamos
que gélido, por aquellas latitudes. En Rusia nunca habrá conversión al
calendario gregoriano, y por eso la Revolución de Octubre comenzó, para un
español medio, el 7 de noviembre. Serán los soviéticos quienes fijen la
reforma, pasando del 31 de enero de 1918 al 14 de febrero, con lo que dejaron
vendidos a quienes no tuvieran decidido el regalo de San Valentín. Lo hicieron,
además, con un calendario revolucionario. Semanas de cinco días, uno de los
cuales se libraba, oigan. Todavía más tarde habrán de ponerse gregorianas naciones
como Grecia (1923) o Turquía (1926). Incluso la nueva China comunista adopta
esa nueva forma de medir los años en 1949, aunque sigue conservando su
calendario tradicional de forma paralela. El 16 de febrero de nuestro 2018 es
para los chinos el primer día de su año 4715…
Diecisiete de Homero, día de Terencio. Y de
los enamorados
Vale, hemos visto que el tiempo se cuenta a
partir de ideas militares, mitológicas, religiosas, incluso políticas…pero, ¿y
lo racional? ¿es que nadie va a pensar en lo racional? Pues sí, y a partir de
criterios empíricamente demostrables se crearon diversos calendarios que
reunían lo mejor de las artes y las ciencias en el género humano. Batiburrillos
incomprensibles en unos casos y entrañables intentonas inocentes en otros, estos
fracasos resultan, sí, extraordinariamente humanos. Y es que una de nuestras
características como especie es conseguir exactamente lo contrario de lo que
nos hemos propuesto con una acción determinada.
Auguste Comte (1798-1857) fue un
filósofo bastante tarambanas, el creador de la sociología y uno de los
pensadores más influyentes del siglo XIX. Entre reflexión y reflexión a Comte
se le ocurrió plantear un calendario alternativo que olvidase las bases
tradicionalistas, religiosas y políticas del gregoriano para abrazar la Razón
(con mayúscula). Fue llamado Calendario positivista, porque de aquellas Auguste
andaba con esas cosas.
Primer elemento particular: la jornada que da
comienzo a la historia para este calendario es el 1 de enero de 1789, por lo de
la toma de la Bastilla unos meses después. En otras palabras, hoy estaríamos en
el año 229 positivista, que ya es un cambio grande. Vale, sigamos. Había trece
meses de veintiocho días, con nombres tan seductores como Moisés, San Pablo,
Shakespeare, Gutenberg, Carlomagno, Federico
II, Bichat o Dante. Esto, que ya de
por sí suena cojonudo, se acompañaba de un nuevo santoral laico que olvidaba
asaeteados y emparrillados para dedicar cada amanecer a una figura cultural.
Así, por ejemplo, la segunda semana del mes de Aristóteles
tenía los días de Solón, Jenófanes, Empédocles,
Tucídides, Arquitas, Apolonio de
Tiana y, para celebrar el domingo, Pitágoras. No me
digan que no es atractivo. Y sí, el día de los enamorados pasa a ser el 17 de Homero,
día de Terencio, que queda como más culto, ¿no? Nada humano me
es indiferente, y tal. Eso sí, no busquen muchas mujeres porque nuestro Comte
pensaba que eran seres inferiores (aunque más dulces y abrazables que los
hombres). Nadie es perfecto…
La idea de Comte era retomar, en parte, el
antiguo calendario republicano francés, el establecido a partir de la
Revolución. El de 1793 era el año I de esta nueva forma de contar las vidas,
que huía de todo lo tradicional. Tenía doce meses de treinta días, renombrados
en atención a las tareas del campo o las condiciones meteorológicas. Así, en lo
que nosotros llamamos septiembre empezaba el vendimiario, al que seguía el
brumario (porque empezaba a haber nieblas, aclaro para los urbanitas), y
después iba el frimario (la traducción sería algo así como «escarchario»), el
nivoso, el pluvioso, el ventoso y el germinal. Después de las semillas llegaban
las flores (floreal), los prados (pradial), las cosechas (mesidor), la canícula
(termidor) y el arrancar las frutas del árbol (fructidor). Por si esto no fuera
suficientemente eufónico cada día estaba dedicado a una planta, un mineral, un
animal o una herramienta. Así, servidor nació un día de laya del mes ventoso de
lo que hubiese sido el año CLXXXVIII. En otros ejemplos, escogidos totalmente
al azar, el 12 de octubre, Día de la Hispanidad, sería la jornada del cáñamo
del vendimiario, el 11 de septiembre estaría dedicado al cangrejo de río
(simpático crustáceo) y nuestro entrañable San Valentín quedaría renombrado
como el 26 de pluvioso, con dedicación a la isatide, una hierba de lo más
vulgar pero que, ojo, se utiliza para combatir la sífilis (de nuevo, dato
seleccionado aleatoriamente).
La cosa es que este experimento tuvo poco
recorrido, porque el primer día de 1806 (el paso del 10 al 11 del mes nivoso
del año XIV) Napoleón, que ya andaba un poquito subido con lo
de ser emperador y regalar reinos como si fueran entradas para Copa del Rey,
decide abolirlo. El muy sinvergüenza, que dio el golpe del 18 brumario. El
último día del calendario revolucionario estaba dedicado al mayal, que son como
unos nunchakus que se usan en el campo. Tampoco parece haber simbología oculta
en esto.
A mediados del siglo XX aquel grupo de
entrañables chiflados que fueron los patafísicos presentaron su propuesta de
calendario. Como todo en este desopilante grupo (Vian, Queneau,
Ionesco, Genet) uno no sabe muy bien si
estaban hablando en serio, o si, de hecho, es posible hablar en serio sobre
algo. Tenía meses como tatana, clinamen (repitan conmigo…suena delicioso,
clinamen), palotín, mierdra, o descerebramiento. Todo giraba alrededor de la
natividad del gran Alfred Jarry, su obra y, en general,
cualquier cosa que molase lo suficiente. Así, el día 9 del mes absoluto
celebraba el Espíritu Santo del vino. Apenas veinticuatro horas antes se había
conmemorado la absenta, con lo que eso duele. El 23 de febrero, ojo, era la
Erección del Supermacho (ya ven), y mi onomástica caía en San Ojete (ya ven,
otra vez). Y, en plan fan absoluto, me he dedicado a buscar cuándo se produjo
el gran momento de la patafísica finisecular, que no fue otro que la melopea de
Fernando Arrabal en televisión, con lo del «mineralismo», la virgen María,
los besos y la ebriedad. Fue en el mes absoluto, en la medianoche que separaba
el día de Xylostomía y el del Chorro Musical.
Larga vida a Fernando Arrabal.
Intentos actuales
¿Piensa el lector que todas estas gaitas son
cosas pretéritas, y que hoy en día, instantes de posmodernidad, el tema está
atado y bien atado? Nada más lejos de la realidad. En estos tiempos difíciles
ni el tiempo está perfectamente definido. Y no lo está porque, ya hemos visto,
no deja de ser una convención artificial, una que además incorpora elementos
políticos y religiosos. Vamos, nada de lo que presumir mucho. Por eso no es de
extrañar que en la actualidad se sigan planteando alternativas de calendarios
más exactos que pudieran tener aplicación universal. Vano intento, por cierto…
Existe una propuesta de calendario mundial
presentada hace casi un siglo por Elisabeth Achelis, que
adopta años intercambiables con trimestres siempre iguales. En otras palabras,
para toda la eternidad el 1 de enero será domingo (con lo que de salida se nos
jode un festivo) y mi cumpleaños caerá siempre en martes (que me viene fatal).
Que esta idea surgiera menos de diez años después de que Grecia adoptase la
datación gregoriana habla bastante mal de nosotros como especie. Aparecen, pese
a ello, otras que van por cauces similares (el Calendario Permanente
Hanke-Henry, el Calendario Fijo Internacional, el Calendario Dariano) pero
todas tienen idénticos problemas. El principal, que son absurdamente
occidentales, dejando de lado la evidencia de que poseemos cientos de formas de
medir el tiempo distintas por todo el orbe. Si no triunfó el esperanto, que
suena genial, imagínense esto.
Por haber hay incluso una proposición que busca
huir por completo de cualquier referencia religiosa, datando el comienzo «de los
tiempos que miden el tiempo» de una forma… geológica. El impulso parte del
italiano Cesare Emiliani, que era un científico muy leído y un
tipo de lo más interesante. La base de su calendario fue sustituir dioses y
reyes por un elemento mensurable: el comienzo de la era holocena, el punto
inicial de la presencia «humana» en el planeta. Redondeando que da gusto,
Emiliani decidió que el Holoceno empezaba el 1 de enero del año 10 000 antes de
nuestra era (que ya es precisión, oigan), por lo que ahora estaríamos en el año
12 018 de la era holocena. Claro, este calendario tiene algunos problemas, como
el dejar fuera del tiempo humano a joyas del arte como Altamira o Lascaux (con
el consiguiente quebradero de cabeza para los vendedores de souvenirs)
y la sospecha de que tanta exactitud a la hora de datar la llegada del Holoceno
es, por decirlo de alguna forma, exagerada. Que vamos, parece que uno se
acuesta un domingo en el Pleistoceno y el lunes, venga, todos a comenzar el
Holoceno. Menuda semana de cambios, vaya, eso sí es incertidumbre.
¿Quieren saber una última curiosidad?
Recientemente se ha encontrado en Warren Field, al norte de Escocia, lo que
parece ser el calendario más antiguo del mundo. Es lunar, y podría marcar el
paso, casi simbólico, entre una sociedad cazadora-recolectora y otra agrícola.
¿Su antigüedad? Unos 12 000 años. Sí, la misma que proponía el Calendario
Holoceno. Casualidad, seguramente.
Pues eso, que feliz 2018. O lo que sea.
PD: Este artículo se terminó de escribir el día
12 del mes del descerebramiento, dedicado a San Guillotin, médico.