Reconozco que es la idea más
brillante y peregrina de cuantas he oído últimamente, y el caso es que como se
decía antes “la ocasión la pintan calva”, (aunque es un dicho muy
antiguo, también es inexacto. “Los romanos tenían una diosa llamada
Ocasión, a la que pintaban como mujer hermosa, enteramente desnuda, puesta de
puntillas sobre una rueda, y con alas en la espalda o en los pies, para indicar
que las ocasiones buenas pasan rápidamente. Representaban a esta diosa con la
cabeza adornada en torno de la frente con abundante cabellera y enteramente
calva por detrás, para expresar la imposibilidad de asir por los pelos a las
ocasiones después que han pasado, y la facilidad de asirse a ellas cuando se
las espera de frente.”)
El caso es que aprovechando
que el Brexit aleja de Europa a las islas Británicas (que razón
tenía Blas de Lezo cuando dijo aquello de “Todo
buen español debería mear siempre mirando a Inglaterra” ), y que el
inglés debería dejar de ser considerado idioma oficial comunitario, desde
diversas instancias se ha propuesto adoptar el latín como idioma oficial que
sustituya a toda la babel de lenguas, la mayoría romances, que complican
extraordinariamente los trabajos comunitarios.
El latín, ¿lengua oficial de la UE?
El éxito editorial de un profesor italiano demuestra que el idioma fundacional de la cultura europea goza de buena salud y podría resucitar como argumento identitario para un continente en horas bajas
Una de las escenas más pintorescas de Il sorpasso
(Dino Risi, 1962) concierne al pasaje en que unos sacerdotes alemanes
detienen el Alfa Romeo descapotable donde viajan Vittorio Gassman y
Jean-Louis Trintignant. Se les ha averiado su coche, han pinchado,
necesitan un gato, pero no saben cómo explicárselo a sus interlocutores.
Y es entonces cuando uno de los curas decide hacerlo en latín:
“Elevator nobis necesse est”.
Trintignant, que es francés, explica
la problemática a Gassman, que es italiano, pero no puede satisfacer la
emergencia de los religiosos. Y les responde inequívocamente: “Non
habemus gato, desolatus”.
La escena es ilustrativa de la
raigambre del latín en la cultura occidental. De su vigencia como
argumento de comunicación. Y hasta de su valor identitario en el acervo
de continente, más aún ahora que las presiones de Trump y de Putin han
estimulado una suerte de reacción y de orgullo.
El inglés predomina sobre las demás
lenguas y es la más extendida en los planes escolares. El problema es
que identifica también un sabotaje, el sabotaje del Brexit. Y
que podría subvertirse, hasta el extremo de convertir el latín en el
idioma hegemónico de la Unión Europea. Tolerando incluso expresiones tan
macarrónicas como el “desolatus” de Gassman.
La idea, la provocación, proviene de
un profesor italiano, Nicola Gardini, y de la popularidad —de la fiebre—
que ha adquirido en su propio país un ensayo, un libro, concebido, en
realidad, sin las menores ambiciones comerciales.
Las ha conseguido como si la sociedad
estuviera reclamando un ejercicio retrospectivo de autoestima hacia una
lengua que está demasiado viva para considerarla muerta. La LOMCE
española (2013), por ejemplo, la ha rehabilitado como asignatura troncal del bachillerato,
pero el latín también representa un vehículo de comunicación
extraordinario en el ámbito del derecho, la medicina, la filosofía, la
liturgia religiosa, el ejército, la ingeniería, la arquitectura y el
lenguaje cotidiano.
Decimos motu proprio, quid pro quo, de facto, ergo, ex profeso o in extremis,
quizá no demasiado conscientes de que estamos evocando un hito
fundacional de la cultura europea cuyo aliento todavía relaciona sobre
el asfalto a un cura alemán con un latin lover italiano.
Es el contexto en el que ha resultado providencial la publicación de Viva il latino, storie e bellezza di una lingua inutile.
Ocho ediciones lleva la iniciativa de la editorial Garzanti, y el
título no requiere de traducción al español, precisamente por la raíz
común del idioma. Y porque España fue uno de los territorios más fértiles de la romanización, y también más dotados en la exportación
de talentos al imperio. No ya por las figuras de Adriano o Trajano en
la nómina de los emperadores, sino por la envergadura de filósofos y
escritores que contribuyeron a enriquecer el latín.
Nicola Gardini destaca a Séneca. Y se
congratula de la felicidad que nos ha proporcionado el maestro estoico.
Tanto en la forma cristalina de su literatura como en los matices
conceptuales. Vivir el presente —aunque el carpe diem es de
Horacio—, eludir la superstición de la esperanza, disfrutar lo que
tenemos mucho más que frustrarnos por aquello que nos falta.
“El latín de Séneca”, escribe Gardini,
“es el reflejo directo de su lucidez y de su propensión a la síntesis,
va derecho al meollo de las cuestiones, sin complicaciones, sin alzar la
voz. Un latín espontáneo. Un latín de quien medita y de quien
transforma las ideas en reglas de vida”.
Es el antagonismo perfecto a la
retórica ampulosa de Cicerón, aunque Gardini no se la reprocha. Todo lo
contrario, le atribuye un valor muy superior al artificio lingüístico.
Sostiene que Cicerón dice las cosas adecuadas de la manera adecuada. Y
que su oratoria es una ciencia de las emociones, pero también el medio
desde el que se desglosa un sistema de valores. “Hablar bien es una
filosofía. Escribir bien es una manera de hacer el bien. Y Cicerón lo ha
demostrado, exponiendo su propia elocuencia al servicio de una sociedad
amenazada por la tiranía. Fue el enemigo jurado de cualquier despotismo
y fue un heroico portavoz del Senado. Su arma fue una palabra: libertas” (libertad, si es que la traducción hace falta).
Regresar al latín, a juicio de Gardini, no sería una regresión ni una extravagancia anacrónica, sino un recurso de Europa para reconocerse en su identidad y en el idioma que la ha estructurado en su idiosincrasia civilizadora. Escribir y hablar en latín nos haría buenos, como Cicerón. Y obscenos, como Catulo. Y conmovedores, como Virgilio. Y profundos, como Lucrecio, aunque este monumento de la lengua latina nunca se hubiera engendrado sin la evangelización
de Catón (234-149 antes de Cristo) y de Plauto (250-184 antes de
Cristo). Sujetaron ellos las columnas del idioma, predispusieron el
primer hálito de un prodigio que ha sobrevivido mucho más allá de su
tiempo y de su espacio. Lo demuestran las misas pontificias y las
patadas que le damos al diccionario latino (de motu propio, a grosso modo, el quiz
de la cuestión…), tanto como lo hacen la adhesión al idioma en que
llegaron a significarse por los siglos de los siglos Patriarca, Milton,
Ariosto, Tomás Moro, pero también Rilke, Montale, Beckett, Joyce o Jorge
Luis Borges.
“No sin cierta vanagloria, había
comenzado en aquel tiempo el estudio metódico del latín”, escribió el
sabio argentino. Evoca la frase Gardini al inicio de su ensayo. O habría
que decir en el incipit, pues cualquier libro está lleno de expresiones y abreviaciones latinas (circa, sic, op. cit.),
como los garbanzos que el profesor italiano nos ha puesto por delante
para seguir el camino hacia “la plenitud cultural” y la resistencia
ciceroniana.
“Hay que estudiar latín”, concluye
Gardini, “no sólo para disfrutar, sino además para educar el espíritu,
para darle a las palabras toda la fuerza transformadora que se aloja en
ellas”. Y para entenderse con un cura alemán que está tirado con el
coche en la carretera. Y decirle: “Desolatus”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario