1/03/2008

Lalin, Lalin...

Leyendo hoy el artículo de Alvite en el Faro de Vigo me vino a la memoria el chiste que contaba Vicente de Lalín ("Lalin, Lalin... ni que fuera Nueva York"), que aprovecha el panegírico al politico para retratar a la derecha gallega, divididos entre los "de la boina" y los "del birrete", ahora en declive desde que decidieron mandar al paro a Fraga, a pesar de que el veteranisimo politico mantiene su plaza en el Senado y de vez en cuando nos "regala" sus opiniones sobre el franquismo, la guerra civil o las hazañas de Aznar.

Salud


Aquel tipo de Lalín
José Luis Alvite
Sentí por él la admiración que siempre me despertaron los tipos que llegan al poder con naturalidad, lo ejercen con sencillez y se despiden de él con una mezcla de tristeza y de alivio, como si intuyesen la necesidad de volver a las raíces, a lo sencillo, a ese punto de relativo anonimato en el que el elemental hombre de la calle se reencuentra con el viejo placer de guardar cola en la barbería del pueblo. Pepe Cuiña sabía que su ascensión en el Partido Popular era un asunto circunstancial y brillante y que tarde o temprano le apearían para siempre del coche oficial y la recortarían de las fotos con tijeras. No era uno de ellos y lo sabía. Aquellos señores distantes y estirados no podían entender que les hiciese sombra un tipo del que llegaron a pensar que su referencia intelectual más profunda era un bolero de Lucho Gatica. Desde su falsa ilustración, la vieja derecha de casino jaleó la presencia de Cuiña porque necesitaba los votos que recaudaba a manos llenas con su carisma aquel tipo rústico y efervescente al que nunca podrían perdonarle que le sentase la moto mejor que el chaqué. Lo aceptaron porque les convenía, pero no podían soportar que resultase tan atractivo y tan brillante un tipo en cuyo árbol genealógico no hubiese por lo menos un notario, un registrador de la propiedad o un general de división. Tanta humana sencillez no podía conducir a nada bueno y pondría al descubierto las anacrónicas exquisiteces de aquella derecha rancia y anacrónica en la que los padres, pulcros y hervidos, besaban a sus hijos a través de la subalterna boca delegada de sus criadas con cofia. A las elites políticas tradicionales nunca les gustaron los tipos que, como era el caso de Pepe Cuiña, aprendieron a descorchar el champán sin olvidarse de cómo se bebe el agua por el botijo. El de Lalín no sabía fingir y se le notaba mucho la franqueza. "No puedo hacer cosas en las que no crea, Alvite, por la misma razón que me disgusta aplaudir sin entusiasmo y beber sin sed", me dijo una noche que coincidimos cenando en mesas separadas en un restaurante en O Grove. No eran así muchos de los que le rodeaban. Aquellos tipos le aplaudieron sin entusiasmo, motivados si acaso por el puro interés, conscientes de que la imagen del Partido Popular era más seductora representada a efectos electorales por la imagen de aquel fulano de Lalín que no había necesitado una carrera universitaria para entender la diferencia entre el Código Civil y el papel higiénico. Pepe Cuiña tal vez no conociese el peso molecular del agua, pero era capaz de ir en verano al río llevando las libélulas en el bolsillo y los peces en un caldero. Como es natural, por razones del cargo se vio en la necesidad de servirse del coche oficial, pero yo sé que su instinto era otro y que el protocolo y la etiqueta le producían más asfixia que el tabaco. Aquella noche en O Grove no hablamos de grandes asuntos ni de cosas demasiado profundas. La esperaba en otra mesa un grupo de adeptos, tal vez incluso un par de amigos, pero pidió un café y lo tomó conmigo. Quedamos en que le visitaría en su finca de Lalín para charlar con calma. Se tomó el café, nos dimos un apretón de manos, se puso en pie y regresó a su mesa sin darse prisa, como si no supiese cual era aquella noche su lugar, como si en su mesa le esperase el dentista. Cuiña y yo nos veíamos muy de tarde en tarde, al margen siempre de cuestiones profesionales. Ni él me necesitaba, ni yo esperaba nada de su amistad. Acabada su cena, me saludó a lo lejos y salió a la calle con sus acompañantes. Al ir a saldar la cuenta supe que mi cena estaba pagada. Fue la última vez que vi a Pepe Cuiña. El estaba en lo más alto de su poder y a mí no me iban mal las cosas. Estuve en un tris de asistir a su entierro. Desistí. Habría vomitado al ver lo mal que les sentaba el féretro de Pepe Cuiña a aquellos estirados tipos del PP a los que tan bien les prestaba el maldito chaqué. Ahora sólo me queda volver una noche por O Grove, sentarme en mi mesita de "O Crisol" y pedir un café a mayores por si se presenta a mi lado aquel amistoso y entrañable tipo de Lalín que jamás hizo un solo esfuerzo movido por la absurda vanidad de sudar en grumos el mármol para su estatua. Desde luego, lo recordaré siempre como se recuerda a la gente decente, convencido de haber tenido aquella desinteresada amistad con un hombre al que sólo imagino angustiado por el pesar de no haberle podido echar a los suyos una mano en su propio entierro. En cuanto al duelo, me sumo sinceramente al dolor de su familia y al de cuantos supieron apreciarle. No incluyo a la cúpula del Partido Popular, entre otras razones, porque nunca supe muy bien qué diablos decirles a los cadáveres mal enterrados...

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